24 de marzo. Siguen ahí. Aquello continúa. No caduca ni cesa.

Campos de concentración y salas de tortura en pleno centro a la vista de quien quisiera verlos, sótanos inmundos con cuerpos golpeados y violados alineados a la espera de cualquier cosa, vuelos desde los que se arrojaban muchachas y muchachos todavía vivos hacia la inmensidad negra de la noche y el mar, gente esclavizada a la que se obligó a trabajar en el lanzamiento político y el blanqueamiento moral de sus captores, y por supuesto, bebés robados y apropiados como cosas. .

No es cualquier fecha la que se recuerda todos los 24 de marzo en Argentina y el mundo, y aunque lo que sucedió a partir de ese día hace 45 años no era nuevo porque la barbarie no empezó ese día ni terminó cuando los militares y sus cómplices se retiraron a la tranquilidad de sus cuarteles y sus cuevas, lo que entonces sucedió se siente diferente y golpea más de cerca. Y aunque eso mismo u atrocidades similares hayan sucedido aquí, allí y en todas partes a lo largo de toda la historia, aquello continúa siempre. Nunca cesa.

Quizás por el cinismo con el que se perpetró, quizás por el silencio al que se sometió a todo un país durante años porque el terror todo lo puede, quizás porque la técnica de la desaparición tornó un simple golpe militar más en algo inasumible y repulsivo, quizás por el componente generacional, quizá por aquella mezcla de odio irracional y estupidez que destilaban los raptores cuando pateaban y rompían cosas antes de llevarse a alguien o por la soberbia ultraliberal, patricia y babosa de sus mandantes.

Todo eso ha hecho de aquel 24 de marzo algo conmovedor hasta las lágrimas, pero lo que más contribuyó para que fuera inolvidable fue el ejemplo de las madres y las abuelas. La dignidad silenciosa con la que no se resignaron y el valor que supieron trasmitirle a una sociedad entera para que se hiciera responsable de que aquello no volviera a suceder. Y los juicios. La posibilidad de cercarlos, señalarlos, avergonzarlos, juzgarlos y encerrarlos. La creación de técnicas y formas de encontrar y auscultar los huesos silenciosos y a partir de esos restos descarnados, humillados y escondidos, buscar y encontrar hijas e hijos a los que en el colmo de la soberbia que se soñaba impune se les había privado de identidad y se les había transformado en otros.

Todo. Lo mejor y lo peor, como en una fábula, se anuda en un 24 de marzo como hoy. Y eso incluye, aunque duela que aún persistan, los latidos de odio que mantienen con vida al huevo de la serpiente.

No me acuerdo cómo la encontré. Aunque en realidad no la encontré, me topé con ella sin buscarla, como uno se puede topar con un ladrillazo en la cara. Ahí estaba, mi mamá en Twitter.

Mi mamá, Irene Bruschtein, fue secuestrada el 11 de mayo de 1977 junto a mi papá en su departamento de Almagro. No sé dónde los llevaron. No hay un rastro ni una pista. No hay nadie que yo sepa que los haya visto.

Pero ahí estaba, en Twitter, sentada en una mecedora, con sus piernas largas y flacas en primer plano, sus medias blancas por debajo de la rodilla, su cara de nena. Una imagen conocida, una de las pocas que quedaron.
Alguien usó su nombre y su foto para convertirla en troll.

Vale la pena, para aquilatar la continuidad del desprecio y del odio, leer la nota en la que la periodista Victoria Ginzberg narra su encuentro con su madre desaparecida y con varios de quienes fueron asesinados con ella, transformados en personajes fantasmáticos de una granja de trolls de Twitter, maledicentes, torpes, generadores de desprecio. Recapturados para su uso para el bien de alguien… o simplemente porque sí. Por el placer de seguir apropiándose, burlándose y martirizando imágenes y memorias, que a pesar de todo lo que hagan les son ajenas y les seguirán siendo ajenas. Pertenecen a otra orilla; a la nuestra.

Porque aquello, la búsqueda de lo que buscaban, no caduca y no cesa.

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