El 8 de marzo de 2021, un juez de la Corte Suprema de Brasil anuló todas las sentencias dictadas contra el expresidente Lula da Silva en el marco de la operación anticorrupción Lava Jato. El significado inmediato de la decisión es evidente, pero genera expectativas, tanto para Brasil como para la región, que requieren mucho más que su libertad. .
La reciente decisión apunta al menos a cuatro procesos judiciales que habían estado a cargo del entonces juez Sergio Moro, quien es ahora señalado por haber obrado más allá de la “competencia jurídica” requerida para analizar esos casos.
Esta situación puso en evidencia una vez más la utilización del llamado «lawfare» como modalidad de procesar Golpes de Estado en la región: utilización de acusaciones infundadas, campañas mediáticas sin precedentes en las cuales se asume la «culpabilidad previa», una mayor manipulación de la opinión pública a través de la prensa y las redes sociales para generar desconfianza y odio, y una nueva forma de injerencia extranjera, más tóxica que aquellas a las que estábamos acostumbrados.
A través del lawfare se han vulnerado normas e instituciones, pero sobre todo se ha debilitado el tejido social hasta tal punto que aunque se puedan revertir algunos de los resultados más burdos y de las injusticias más flagrantes, queda hecho un daño que llevará mucho tiempo reparar.
Vale por el momento hacer un respaso de hasta qué punto podemos pensar que en Brasil el lawfare ha quedado desactivado, y preguntarnos por las posibilidades de un regreso a condiciones de normalidad democrática “post pandemia”, ya que dado el peso del país en el concierto latinoamericano, su recuperación nos será vital.
Juicios anulados y cenizas calientes
La anulación de los juicios contra Lula se basa en que el ex- juez Sergio Moro no tenía jurisdicción en los casos en los que intervino. Eso no deja totalmente cerrado el caso aunque mientras el Supremo Tribunal Federal no diga lo contrario (y podría hacerlo), la resolución es firme y los derechos políticos de Lula le serán restituídos.
El prestigio de Sergio Moro comenzó a desvanecerse cuando a partir de junio del 2019 The Intercept dio a conocer públicamente miles de comunicaciones que desnudaban el modo en que los fiscales, la institución policial y los “americanos” (así se los menciona en la documentación filtrada) habían actuado concertadamente para incriminar al ex-presidente en delitos que no había cometido. Eso constituyó un punto de inflexión, agrietó el andamiaje de acusaciones en contra de Lula, y determinó la anulación de todo lo actuado.
Los procesos pasan ahora a otro juzgado y serán revisados por otro juez que podría aceptar las denuncias o absolverlo sumariamente. Se podría utilizar el símil de lo que sucede con los restos de un incendio que aún no está totalmente apagado y en los que las cenizas podrían reavivarse en cualquier momento. Según numerosos analistas, es muy poco probable que el nuevo juez asuma como válido lo actuado por Moro y eso, de ser así, colocaría a Lula en condiciones de participar de las elecciones previstas para 2021.
Sin embargo, y sobre todo tras el golpe de Estado parlamentario/judicial perpetrado contra Dilma Rossef en 2016, es conveniente no echar las campanas al vuelo. El mapa político brasileño, a través de todos estos procesos de lawfare y desprestigio generalizado (sin desconocer lo que el propio Partido de los Trabajadores se encargó de aportar a través de conductas censurables) ha estado virando hacia la derecha y no hacia una derecha capaz de mantenerse dentro de la legalidad (nacional e internacional), sino hacia una derecha de tipo trumpista y con una extraordinaria vocación subalterna con respecto a los EEUU. Brutal, ignorante, y visceralmente antidemocrática.
El escenario a rediseñar
El Gobierno de Jair Bolsonaro, con un respaldo militar evidente, pero fruto de un apoyo popular inobjetable, no ha tenido respuestas eficaces frente a la Covid-19, se negó a tomar las medidas que podrían haber protegido la vida de miles y miles de personas e hizo de Brasil uno de los países americanos más comprometidos social y económicamente por la pandemia. Carga con la irresponsabilidad de haberle dado un nuevo impulso a la deforestación en la Amazonia brasileña, lo que resultó en una de las peores cadenas de incendios en la historia. Abandonó su anterior liderazgo en los esfuerzos por impulsar la cooperación para el desarrollo Sur-Sur. Intentó mostrarse como gestor de un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea que la propia Unión Europea terminó rechazando. Amenazó y todavía amenaza la existencia del Mercosur. Se alineó con los pujos intervencionistas de la OEA y el llamado Grupo de Lima que posibilitaron el Golpe de Estado de 2019 en Bolivia.
Es en ese escenario que se da la restitución de los derechos políticos de alguien como Lula, que después de haber protagonizado el reconocimiento de los derechos sociales y económicos a más de 30 millones de brasileños y brasileñas en 8 años de mandato, se vio envuelto en 2018 en una trama aberrante de lawfare que dos años antes ya había terminado con la presidencia de su sucesora.
Ese escenario post-lawfare y post-pandemia que podría comenzar a rediseñarse a partir de ahora, muestra sin embargo algo muy similar a lo que acabamos de ver en EEUU tras la presidencia de Donald Trump: en primer lugar deja al desnudo la pobreza y la debilidad de un sistema institucional que no pudo evitar ser capturado durante cuatro años por una amalgama de fanáticos, inútiles, e inescrupulosos. Y en segundo lugar deja tras de si un número alarmantemente alto de gente desilusionada, manipulable y potencialmente feroz. No todos los daños son reparables o al menos no lo serán en lo inmediato.
En este escenario lo que importa es que si el sistema político ya era débil, es ahora increíblemente frágil. Y eso no lo puede arreglar un hombre de 75 años aunque se llame Lula, por supuesto. No se puede apostar siempre a los liderazgos personales por más cariño y respeto que una personalidad como la de Lula puedn concitar. Esa es una tarea de reconsturcción institucional, social y económica para la cual las viejas estructuras partidarias, al menos por ahora, parecen poco preparadas.