México y Bolivia: barreras metálicas, techos de cristal, y la creencia en la costilla de Adán

El vallado metálico frente al Palacio Nacional que López Obrador bautizó como «Muro de la Paz», y un techo de cristal intrapartidario hecho añicos por una candidata aymara boliviana, tienen mucho en común. Fueron barreras misóginas, efímeras, inútiles e insultantes. Ideas desgraciadas, de las que podríamos aprender.

Un muro absurdo a la medida de lo que no se comprende

El muro de vallas metálicas con el que el presidente de México intentó proteger el Palacio Nacional de las feministas radicales que parecían amenazarlo, no tiene las dimensiones físicas que el Great Wall que Donald Trump y sus antecesores intentaron construir para protegerse de las hordas de inmigrantes pobres y mexicanos violadores que ponen en peligro a su paraíso americano, pero desde el punto de vista simbólico es igualmente oprobioso, absurdo, e insultante.

Decía el 7 de marzo el periodista Jorge Zepeda Patterson en el portal Sin Embargo, en su nota: Un palacio amurallado ¿cómo llegamos a esto?:

«La valla metálica para aislar a Palacio Nacional de la plaza pública es una imagen inquietante, por decir lo menos. Los pies de foto con los que la estampa circula en redes sociales son implacables, a pesar de que aún se trata de espacios vacíos. Serán todavía más severos cuando las fotos incluyan a oleadas de mujeres de un lado y granaderos del otro, el próximo lunes. Un cuadro que habrá de circular con terribles etiquetas políticas que en nada benefician a quien gusta tanto fundirse con el pueblo y rechaza cualquier medida de protección que lo impida.»

Se comprende la preocupación del periodista. En un país que presenta una tasa de 10 feminicidios diarios que no sólo no ha disminuído en los últimos años sino que aumenta, era previsible que durante la concentración del 8 de Marzo las mujeres expresaran su frustración y su rechazo frente al palacio de gobierno.

Pero también se podía augurar que la idea de colocar un muro de metal entre el descontento  externo y los funcionarios que miraban a la multitud desde las ventanas de sus despachos, exacerbaría el enojo. Un enojo que recoge, además, el año de pandemia que, en un país como México, se ha cebado esencialmente en los sectores más empobrecidos y sobre todo en la seguridad, el trabajo y la economía de las mujeres.

Zepeda Patterson, aquel día anterior al 8M y con el vallado ya transformado en una enorme pizarra negra en la que fueron apareciendo los nombres de las más de 3900 mujeres asesinadas durante el último año, se seguía preguntando por la dudosa razonabilidad de Lopez Obrador al haber elegido negar la realidad en lugar de comprenderla y asumirla:

«Desde luego hay paliativos que buscan matizar los calificativos de represor y autoritario con los que los críticos incriminan al presidente Andrés Manuel López Obrador. La valla buscaría justamente evitar una confrontación física y estaría destinada a prevenir cualquier riesgo de un acto violento o represivo. Esencialmente se trata de una medida defensiva que intentaría, además, impedir el previsible daño patrimonial a la fachada de un símbolo patrio.

Quizá, pero eso no quita que en ningún escenario, el líder de Morena se había imaginado atrincherarse para evitar ser alcanzado por una movilización popular. En ese sentido, la pregunta no es ¿por qué se puso una valla?, sino encontrar los motivos que descompusieron las relaciones entre el presidente y la causas de las mujeres, al grado de considerar que una pared de metal para aislarse era un mal menor que evitaba un mal mayor. Es decir, el tema de fondo es indagar por qué estamos hablando de males (mayores o menores) en la relación entre un grupo que legítimamente hace un reclamo social y el presidente que representa a los mexicanos agraviados.

Lo peor de todo este desaguisado es que era absolutamente innecesario.»

En realidad, podríamos agregar, no sólo era innecesario, sino que viendo las escenas que se desarrollaron el 8 de marzo frente a ese «Muro de la Paz», es posible augurar que aunque López Obrador mantenga cifras de popularidad inusualmente altas, terminará pagando él mismo su mal manejo de lo que no comprende y quizá no quiera comprender.

Un techo de cristal inesperado… pero previsible

Dejemos por ahora de lado el Muro de la Paz de López Obrador y trasladémonos a un país del sur.

Imaginemos un partido político que enfrenta en ese país una elección de autoridades locales. Ha obtenido meses atrás un resonante triunfo en elecciones presidenciales pero se sabe que los resultados esta vez podrían ser diferentes y más ajustados.

Imaginemos que las autoridades de ese partido saben que su electorado más fiel está en las zonas rurales del país, con una población indígena abrumadoramente mayoritaria, y en los cinturones de pobreza y precariedad que rodean a las grandes ciudades.

Imaginemos también que en la cúpula de ese partido se sabe que el electorado de las principales ciudades del país, muy joven y feminizado, ha comenzado, debido a una serie de factores en los que no podemos entrar aquí, a serle adverso… Casi con seguridad triunfarán en esas ciudades otros partidos… con sólo una excepción.

Esa excepción, sigamos imaginando, es una ciudad, la segunda del país y anexa a su capital, en la que las encuestas indican que el triunfo del partido será indiscutible. La población de esa ciudad es un 76% aymara, 9% quechua y un 15% mestiza, con apenas un 0.1 de población blanca. La candidata será una mujer, joven, indígena aymara y trabajadora social, que cuenta con un apoyo, según todas las encuestas, del 80%. Ha sido activista estudiantil, y se ha desempeñado luego como senadora durante todo un período en el que su partido fue gobierno, y fue Presidenta del Senado durante el último año, bajo una dictadura frente a la cual se comportó (de acuerdo a sus propios compañeros) con inteligencia y decisión.

La candidata tiene todas las características deseables en las circunstancias que estamos imaginando. Es más, si tenemos en cuenta su género, su etnicidad, su clase social, su experiencia en el activismo comunitario, en las instituciones de gobierno y en las estructuras partidarias, y a eso le sumamos el apoyo con que cuenta, podría parecer que hemos estado imaginando demasiado. No es corriente que un partido político se encuentre con milagros así.

El país, ya lo hemos adivinado, es el Estado Plurinacional de Bolivia. La ciudad es El Alto. La candidata que pudo haber obtenido una votación extraordinaria del 80% se llama Eva Copa, y su partido era, hasta hace algunos meses, el Movimiento al Socialismo (el partido que, a pocas semanas de comenzar la campaña electoral por alguna razón que sus autoridades conocerán pero nosotros no, decidió suplantarla por otro candidato, que -¡no podría extrañarnos!-) resultó ser un hombre).

El resultado de las elecciones municipales en El Alto ha sido que Eva Copa, que se presentó finalmente encabezando un pequeña organización llamada Jallala, ha tenido el apoyo de un 67% del electorado. Más de 40 puntos por delante del candidato del partido que la hizo a un lado primero y la expulsó después. Y tendrá en el Consejo de la segunda ciudad del país, estratégicamente ubicada en las alturas que rodean a La Paz, su capital, entre 9 y 10 concejales de un total de 11.

La costilla y la negación

Lo que sucedió el 7 de marzo con ese «techo de cristal» intrapartidario con el que el Movimiento al Socialismo boliviano intentó desactivar el desarrollo de una mujer que quizá se le iba de las manos, tiene mucho en común con las razones por las cuales, con diferencia de pocas horas, Andrés Manuel López Obrador colocó un vallado metálico en la ciudad de México que lo protegiera de las iras feministas.

Entre esas razones está la incapacidad de entender los porqué de la fuerza que los movimientos de mujeres han alcanzado durante los últimos años en América Latina. Y está también el empecinamiento tozudo que lleva a muchos hombres a seguir interpretando el mundo en base a metáforas bíblicas y patriarcales.

Esa fuerza de los movimientos de mujeres que no es nueva pero resulta siempre sorprendente, no es una emanación del poder de los partidos políticos. No es algo surgido por la garacia de Dios de una costilla masculina, como la Eva de los relatos bíblicos. Es una construcción teórica y relacional compleja y variada que las mujeres han vendido levantando, con su propio esfuerzo, individual y colectivo, y de modo independiente, desde hace muchas décadas: el feminismo y sus mútiples corrientes, oleadas y variantes.

El desafío que tienen por delante las estructuras políticas que se imaginan a si mismas como progresistas es encontrar el modo de interactuar con «eso» que les es ajeno sin pretender incorporarlo, domesticarlo o marginarlo. Es decir sin considerarlo algo propio.

Y sirve como ejemplo (aunque por supuesto no es el único) lo que han expermientado los seguidores de Rafael Correa en Ecuador, que no se han podido liberar aún de los efectos electorales de la negativa de su lider a incorporar en su programa la interrupción voluntaria del embarazo cuando todavía estaba a tiempo.

 

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