En esos dos reflejos de la realidad que son el teatro y el cine, existen actores que encarnan personajes y existen acciones y palabras a través de las cuales conocemos lo que los personajes desean, sufren o ejecutan. Existe un guión.
Pero hay algo más, sin lo que la obra pierde sentido y credibilidad: la escenografía. Ese conjunto de objetos dispuestos de determinada manera en el espacio, que nos permiten valorar y creer lo que sucede ante nuestros ojos. Pensemos, por ejemplo, en el escenario en el que desarrolla su actividad un presidente. .
Un escenario como ese no es un espacio real. Es, en cierto modo, hiperreal, como el del teatro. Sus elementos operan no sólo como ambientación, sino como símbolos, como representaciones y como ideas encarnadas. Son máquinas de relatar.
Las escenografías presidenciales y su poder legitimador
El tema de las escenografías y su capacidad para contextualizar la obra de cine o de teatro que en ellas tiene lugar es apasionante para algunas personas… pero sumamente aburridor para otras. Y si hemos comenzado esta serie de dos notas con un tema que podría interesarle a poca gente, es para poder enfocar nuestra atención en algo aparentemente banal: la multiplicidad de historias, de símbolos y de significados que, o bien fueron extirpadas o bien hicieron irrupción la noche del 20 de enero en el despacho en el que firmó sus primeras quince órdenes ejecutivas Joe Biden. Es un episodio no menor de lo que él mismo ha definido como “the battle for the soul of America”.
Poco después de que se conocieran los resultados en la elección de Pensilvania, en el discurso en el que anunciaba su victoria, Joe Biden había expresado: “Our nation is shaped by the constant battle between our better angels and our darkest impulses.” Esas palabras recogen otras similares expresadas un siglo y medio atrás por Abraham Lincoln y le fueron sugeridas al ahora presidente por uno de sus asesores, el historiador Jon Meacham, autor en 2017 de The soul of America, un libro en que proponía que las amenazas a la democracia planteadas por el gobierno de Donald Trump debían ser interpretadas no como accidentes caprichosos de un outsider imprevisible e ignorante sino como parte de un proceso histórico de largo plazo que ni ha empezado ni terminará con él.
Por esa razón, así como las políticas que se desarrollan durante un gobierno deben ser consideradas como parte de una batalla cultural más amplia, los ámbitos en los que todo eso tiene lugar no son meros decorados adornados con objetos de mejor o peor gusto. Los objetos deben dotar a esos espacios de dos dimensiones fundamentales: justificar históricamente y legitimar culturalmente lo que en ellos se hace.
Tendremos que dejar de lado en este repaso, por razones de espacio, temas menores como el cambio de alfombra, que dejó de ser beige y volvió a ser azul. O cuestiones que sí importan, como la obsesión compulsiva por la simetría, ya que se trata de una característica que el actual presidente de los Estados Unidos comparte con todos los anteriores. Hacer a un lado esos temas nos permitirá concentrarnos, en esta primera etapa, en el elemento fundamental de la escenografía presidencial hasta día 20 de enero por la mañana pero que había desaparecido pocas horas después; esa misma tarde.
El regreso del León Americano al museo en que estaba
Cuando a pocos días de su arribo a la Casa Blanca el ex-asesor presidencial Steve Bannon le sugirió a Donald Trump la instalación del retrato de Andrew Jackson en su oficina, sabía lo que hacía y el gesto, una verdadera provocación política y cultural, sería un episodio claro de esa “batalla por el alma de América”.
El historiador Jon Meacham, a quien mencionábamos antes, había sido galardonado con el Premio Pulizer en 2009 por una biografía de Jackson, The American Lion, en cuyo prólogo se presentaba al personaje con tonos épicos y casi cinematográficos:
“His history is one of violence, sex, courage, and tragedy. With his powerful persona, his evident bravery, and his mystical connection to the people, Jackson moved the White House from the periphery of government to the center of national action, articulating a vision of change that challenged entrenched interests to heed the popular will–or face his formidable wrath”.
La trayectoria de quien (ironías del destino) fuera luego el fundador del Partido Demócrata, comenzó en los albores de la Revolución Americana, cuando después de haber servido como correo para las milicias, hizo una pequeña fortuna como abogado y especulador reclamando como suyas tierras que, de acuerdo a tratados firmados por la administración inglesa y las tribus Cherokee and Chickasaw, eran territorio indígena.
Pasó luego por un juicio por bigamia por haberse casado con la joven hija de su propia esposa (algo que en la época no parece haber sido infrecuente).
Llegó a ser dueño de aproximadamente 300 esclavos (entre hombres, mujeres y niños) y de una plantación en Tennessee, en donde fue elegido senador. Se destacó luego como militar participando en los primeros intentos por ocupar la Florida y Texas, luego en la intentona de 1812 contra los territorios británicos que son hoy Canadá , y más adelante en las guerras contra los Creek y los Seminolas (comunidades conformadas por los restos de diferentes tribus indígenas con esclavos fugados de los territorios de la Luisiana), que fueron prácticamente exterminados.
Una vez que inició su carrera política y sobre todo luego de haber sido elegido Presidente, en su calidad de propietario de esclavos y decidido antiabolicionista, propició la anexión de Texas a los EEUU. Eso aumentó la influencia en el Congreso de los estados esclavistas del sur, lo que derivaría muy pronto en los intentos de secesión y una guerra civil en la que murieron o quedaron mutiladas más de un millón y medio de personas.
Pero quizás lo que en su momento le dio un mayor predicamento entre sus contemporáneos y la razón por la que durante más de un siglo fue considerado una figura central en la historia de su país, fue la promulgación y puesta en marcha de la Indian Removal Act, en 1830.
A partir de esa decisión y durante los ocho años de su gobierno, tomaron forma las peores formas de despojo y genocido en contra de decenas de grupos indígenas que fueron expulsados de sus territorios y obligados a reasentarse al oeste del Mississippi (de donde, dicho sea de paso, serían expulsados pocas décadas más tarde).
Fueron décadas plagadas de rapacidad, crueldad, y dolor. Años de vergüenza, falta de misericordia y traición en los que se sucedieron, uno tras otro, episodios como el conocido como Camino de las Lágrimas.
En esa oportunidad fueron expulsadas de sus territorios las tribus Cherokee que habían auxiliado al propio Jackson en la Guerra de 1812. Debieron hacer un recorrido de 1640 km que duró meses, durante los cuales murió de fatiga, hambre, asesintato o enfermedades la tercera parte de quienes habían iniciado la marcha hacia lo que llamaron «The Land of Death».
Tal como expresó un comité del senado por aquellos años: “They are on an outside of us and in a place which will ever remain an outside». Y así podía un columnista de la época recordarle a sus lectores: «the inalienable rights you possess to your slaves and to your Indian territory!».
De ese modo, la política de Jackson propició una expansión territorial inédita en la historia moderna y le dio a los Estados Unidos la fuerza necesaria para seguir su camino hacia el Pacífico y el carácter que hoy le conocemos. En adelante su historia oficial y su industria del entretenimiento se encargarían de mostrar toda aquella barbarie como la construcción de una nación bendecida por Dios.
Andrew Jackson, que basó toda su propuesta política en la supuesta defensa del «common man» en contra de las elites políticas corruptas que le arrebatan su poder, inauguró una forma de ver la política en la que «democracia» se hizo sinónimo de supremacismo blanco multitudinario, rapaz, y con frecuencia feroz, y de ese modo Steve Bannon pudo decir al iniciarse la administración Trump: «Like Jackson’s populism, we’re going to build an entirely new political movement»… una construcción demagógica y anti-política que tuvo su expresión más descarnada en la multitud ignorante, soberbia y desorganizada del «Storm de Capitol».
El retrato de ese hombre es el que estuvo colocado en el despacho oval durante 4 años de tal modo que fuera el fondo obligado de todas las fotografías oficiales. Y así como Bannon creó la conexión visual Andrew Jackson/Donald Trump, 70 millones de personas realizaron la conexión emocional entre lo que se les dijo siempre (que la providencia ha estado de su lado y que eso los hace superiores y merecedores de lo que puedan tomar con sus manos) y lo que se les vendió esta vez (que la democracia consiste en que la multitud tiene razón si tiene un jefe prepotente que se los asegura).
“You’ll never take back our country with weakness. You have to show strength, and you have to be strong,” les dijo el 6 de enero a sus seguidores el émulo de Andrew Jackson y ellos respondieron como se podía prever.
El retrato de ese hombre es el que volvió al museo del que nunca debió haber salido, porque en la escenografía que Joe Biden necesita en su «Batalla por el alma de América» ya no es admisible -ni necesario- aparecer en compañía de esos personajes ni vincularse a los relatos de brutalidad que evocan. De ese modo el fundador de su propio partido recibió una «orden de alejamiento» más que merecida.
En la próxima nota de esta serie nos enfocaremos en 4 de los personajes que sustituyeron a Andrew Jackson en la escenografía del despacho oval entre las 10 de la mañana y las 4 de la tarde del 20 de enero.
Dos de ellos eran previsibles e imprescindibles: Rosa Parks y Martin Luther King. El tercero, por sus orígenes y sobre todo por su ubicación, fue una auténtica sorpresa: César Chávez.
El cuarto es un misterio. La sombra oscura de un fantasma entristecedor en el camino que los Estados Unidos tienen por delante: Harry Truman. Pero esto ya es un spoiler de la próxima nota.