A Jazmina, por la ilusión y la amistad.
Año Nuevo, libreta nueva. Primer ritual de año. Como si bastara trazar con calma un hermoso 2021 en la primera página de una libreta limpia para recomenzar. Borrón y cuenta nueva. Es preciosa esa idea. Ingenua, pero hermosa. Fútil también. Implica apuesta al futuro. Creer en muchas vidas. Supone repasar la anterior, la vida recién gastada, e intentar redimirse en la novel oportunidad que supone cada primero de enero. .
Publicamos esta nota de Vanessa Vilches-Norat gracias a la amabilidad de Será otra cosa, suplemento del periódico puertoriqueño Claridad.
Así son los proyectos. Quiero creer que las vidas son una sucesión de proyectos, o quizás los proyectos una sucesión de vidas. Algunos se nos cumplen, bien con cierta facilidad, bien con afán o empeño. Pero otros, quizás la mayoría, se abandonan o nos abandonan o se extinguen como esa vida a la que pertenecía tal empresa. Me topo con una de esas libretas dejadas a la suerte en una tablilla, y un proyecto reaparece. Leo mis apuntes como si mirara una foto de mi niñez. Reconozco la gestualidad, la ropa que llevo puesta, la intención de la fotografía, pero esa niña que posa allí es tan lejana de la mujer que soy.
El azúcar que nos une
Era el título de un hermoso proyecto situado en otra vida. Hace muchos años, salí con mi querida amiga Jazmina Román Exyarch a buscar recetas de postres. Nos unía la pasión por el azúcar, la ambición del rescate culinario y la inocencia como investigadoras.
Con una grabadora portátil, papel, lápiz y la mejor intención nos propusimos recoger recetas de postres con la ilusión de publicar un recetario azucarado. Si empujábamos la ambición, que en palabras y en pensamiento, y frente a un café, siempre es inconmensurable, incluso hasta soñamos trazar una economía del postre en Puerto Rico. Por más de un verano entrevistamos a cuanta cocinera nos remitieron sobre la confección de postres. Horas de grabación y notas sobre la elaboración de platillos ya desaparecidos, quedan como recuerdos de esa antigua vida.
No crean que es fácil recoger recetas, mucho de orgullo y celo sobre ese saber familiar guardan las cocineras. Algunas como Doña Chita, dueña del entonces kiosco La Milagrosa en Loíza, o Doña Belén, dueña de Alvarado, la desaparecida y famosa fonda de Santurce, desconfiaron de nuestra empresa. Era lógico; ellas tenían negocio y ganancia, ¿por qué compartir su tesoro con dos intrusas que en nombre del archivo exigían recetas y secretos? Pero entre la parquedad de una y el recelo de la otra, recuerdo la insistente y hábil voz de Jazmina, conversando a tirabuzón. Debo decir que durante ese tiempo estaba encinta de mi hija mayor y mi panza tranquilizaba un poco a las informantes. Los poderes sedativos de las mujeres expectantes son más que conocidos. Muy poca gente se resiste a un antojo o pregunta de una preñada, lo que en ocasiones estuvo a nuestro favor. La receta del pon, por ejemplo, es uno de esos tesoros. Chita misma nos obsequió un pedazo del pudín de viandas, violáceo y perfumado con sabor a leche de coco, clavo y canela.
Si bien pudimos recolectar un número importante de recetas, algunas desconocidas por nosotras como el pon y la mazamorra, lo importante del proyecto fueron las reflexiones a las que nos llevaba el proceso.
Primero, darse cuenta de que la cocina corresponde a una estructura social y su economía. Es sabido que el repertorio de los postres puertorriqueños tiene que ver con la historia del archipiélago. Antes de la invasión norteamericana, la mayoría de los platos eran dulces de frutas: de papaya, de mamey, de cajuil, casquitos o cristal de guayaba, orejones de toronja o naranja, pastas, turrones de ajonjolí, dulces de coco en su infinita variedad: alegrías, amelcochados, polvo de amor, turrones, besitos, mampostial, tembleque, arroz con coco, bien me sabe. La elaboración de los platos tiene que ver con la economía familiar. El azúcar es barato, no así los lácteos o el chocolate. Un buen dulce de fruta necesita tan sólo buena materia prima, azúcar, calor y tiempo. Pueden cocerse sobre cualquier fuego: burén, hornilla, fuego. Su conservación no depende de la nevera. Esto explica en parte que los dulces de frutas fueran el postre más popular en las casas puertorriqueñas antes de la introducción de los electrodomésticos, la gelatina y el menú norteamericano.
En mi casa, por ejemplo, apenas se hacía flan o bizcocho, antes de los ochenta. Mi madre, que era una gran cocinera, de esas que cubrían el arroz con pollo con hojas de la mata de plátano del patio, preparaba sus proverbiales dulces de grosella o papaya con una ligereza pasmosa. Emular el rojizo color del almíbar del dulce de grosella o la justa textura del de papaya, firme por afuera y amelcochado en el centro de cada tajada, es una gesta culinaria que algunas veces, encomendada a su memoria, me inspiro a realizar. A veces, la confección se torna una proeza porque conseguir la fruta es una verdadera odisea. Durante muchos veranos, toqué a la puerta de las casas con árboles de grosellas para pedirles fruto. Negociaba media porción del dulce por la materia prima. La escasez de esta fruta casi silvestre es desconsoladora, por no decir ridícula. Hasta que hice lo propio: sembré mi palito en un tiesto. Ya ven, las recetas son memorias de afectos.
El libro no se concretó; varias cosas derritieron entonces el almíbar del proyecto. Mi habilidad para entrevistar era precaria. Es más, he de confesar que siempre me han dado dificultad las entrevistas porque siento que, al grabar sus palabras, le robo la dignidad a la informante. Ya saben, mientras más teoría sobre la etnografía se acumula en el cerebro más difícil se hace la representación de cualquiera. Quizás por eso me escude en la ficción.
También, hay que decirlo, entonces el azúcar no se había demonizado como hoy. No desafío a las dietistas. Sé que el azúcar refinada y todos sus productos derivados son dañinos si se consumen en exceso, pero a quién le amarga un dulce. El postre es para muchos, me incluyo en esa nómina, la mejor excusa para la comida. Ese pecadillo final, que se pospone hasta el último acto de la cena, es un lujo. Puede ser incluso el platillo más emocional, quizás porque nos lleve directamente a la niñez.
Además, el Food Chanel no era tan popular entonces, y la comida y su preparación no era tema académico como lo es hoy. No lo digo yo, Sindney Mintz elabora sobre la evasión del tema por los antropólogos en su introducción al libro Tasting Food de 1994. Claro que existían excelentes libros de cocina puertorriqueña (El cocinero puertorriqueño, 1859, y Cocina Criolla de Aboy Valldejuli, 1954), por supuesto que también había programas culinarios televisivos (Johanna Huyke, Henry Corona, Cosme y Bizcocho). Pero el dogma de la domesticidad pegaba muy fuerte y un libro del postre no se pensaba como una gran aportación. Se sabe que la cocina es un asunto serio dependiendo de quien lo narre. Y la dupla mujeres y postres podría confinarnos a un espacio peligroso. Tal vez, Como agua para chocolate (1989) fastidió el litoral de la cocina en la academia en ese momento. Parecía que ya no se podría escribir más sobre lo que comemos. El pacto que selló esa novela entre la cocina, el género y la prosa rosa fue devastador para la seriedad de un proyecto de cocina. (Doy gracias por el tesón de Cruz M. Ortiz que dio paso al magnífico Puerto Rico en la olla, 2006.) A lo mejor nuestro error fue pensar en la recepción. Quizás, este párrafo, como todo el escrito, es una elaborada excusa para consolarme hoy.
Nuestras vidas pueden ser museos de esfuerzos inútiles, nos recuerda Peri Rossi. Hoy se me antoja que ese dulce intento se alojó en mi cuerpo y dio paso a otros proyectos. El gran regalo de ese propósito fue la consolidación de una gran amistad. Los viajes a Naguabo, Loíza, San Sebastián del Pepino, Aguadilla, Jayuya, Comerío, Humacao, Santurce, Río Piedras, solidificaron un lazo que hasta hoy perdura. A veces los esfuerzos se miden por los afectos que se establecen, las complicidades que se van cocinando a fuego lento entre los viajes y las conversaciones. Ganancia de cocinera.
Es lindo mirar la ilusión de un proyecto, la vida que tuvimos antes, la forma en que se transformó un deseo. Ayer, mientras recogía mi biblioteca para dar paso a los nuevos proyectos del 2021, di con las cintas y las notas del libro del postre. No sé si podré escucharlas nuevamente. Hablo de unas cintas de grabadora portátil, de 60 minutos, grabadas en el verano de 1993. Tuve que botar el aparato, el ácido de las baterías lo había estropeado. Tomo las cintas polvorientas en mis manos y me pregunto si la nostalgia será buen motor para el año que comienza.
Mis manos no me hacen caso; agarran una pluma y escriben en la libreta nueva:
Proyectos:
- El libro de azúcar.