Quizás una buena forma de entender lo sucedido el 6 de enero en Washington sea mirar hacia El Álamo.
En ese lugar histórico, que le ha dado nombre a la localidad fronteriza elegida por Donald Trump para escenificar su abandono de la presidencia y su ingreso a una nueva etapa de patología y peligrosidad, nació una de las fantasías más tóxicas de la historia norteamericana. Uno de esos relatos de autojustificación e irrealidad en los que los EEUU han basado su orgullo, su percepción de sí mismos, y su propaganda (*). .
Catorce años tenía en octubre de 1960 el hoy héroe casi caído del supremacismo blanco, cuando en los cines de New York se estrenó aquel film que había batido records de dinero malgastado y que batiría luego records de audiencia en todo el mundo: El Álamo, basado (es un decir) en lo sucedido en “la misión que se transformó en fortaleza y la fortaleza que se transformó en santuario”.
Desde la pantalla, apenas un centenar de guerreros indómitos mostraba la generosidad inmensa de los que se sacrifican para hacer realidad un sueño de autodeterminación y justicia. El heroísmo de los que luchan hasta el último aliento por la libertad de los suyos. La superioridad de los que se atreven a parapetarse tras las ruinas para enfrentar las hordas de infames y crueles personajes que invaden lo que no es suyo tratando de destruir todo lo puro, todo lo valioso, todo lo eterno.
John Wayne, co-guionista y director del film que por entonces electrizaba al público, personificaba al mítico Davy Crockett, una mezcolanza casi perfecta de cazador blanco, aventurero simpático, y miliciano sacrificado, que mantenía en alto la moral de sus compañeros durante los 13 días de asedio y moría luego como morían los héroes en aquellas películas emblemáticas de la América autosatisfecha: haciendo volar todo (enemigos incluídos) por los aires.
El Álamo lo tuvo todo. La infamia de los atacantes de piel amestizada y ojos oscuros y malignos, la superioridad de los anglosajones para quienes la libertad, la justicia y el honor están por encima de todo, el protagonismo masculino casi absoluto, y hasta una Linda Cristal cuyo rol era tan secundario como hispanamente previsible… y que hoy podría ser sustituida en su vacuidad por Melania.
Claro… Faltaba, por supuesto, cualquier similitud con la realidad, como suele suceder en estos casos.
La realidad escamoteada detrás del heroísmo blanco
Cuando aquel 23 de febrero de 1836 el centenar de hombres que ocupaban la Misión del Álamo en lo que por entonces era la provincia mexicana de Coahuila y Texas rechazaron la propuesta de rendición y vieron que el ejército mexicano que los rodeaba levantaba la bandera roja que indicaba el ataque inminente, no estaban demostrando un arrojo extraordinario. En realidad, estaban seguros de que faltaban pocas horas para que llegaran los refuerzos que los liberarían del asedio. Se imaginaban que habría algunos intercambios de disparos y que luego la suerte daría el vuelco que esperaban, porque Dios estaba de su lado.
Pero, y esto es lo más importante para entender aquello, no estaban defendiendo valores, ni libertades, ni nada que resultara honorable, justo, o que fuese suyo. Eran el producto envilecido de un error comprensible y de una infamia perversa y continuada.
En 1821, había finalizado la guerra de 11 años que abrió el camino a la independencia mexicana dejando un país devastado, decenas de miles de muertos y un gobierno centralizado pero incapaz de controlar el inmenso territorio de lo que hasta entonces había sido Nueva España.
En aquel momento el gobierno mexicano autorizó la entrada a territorio tejano de 300 familias de inmigrantes provenientes de los EEUU, que pronto se transformaron en una avalancha de aventureros con pocos escrúpulos que multiplicaron por 10 la población preexistente y que basaban su prosperidad no en el trabajo esforzado de los colonos idealizados por las versiones escolares de la historia, sino en dos elementos que el film de John Wyne escamoteaba y a los estadounidenses no les interesa demasiado recordar. Aquellas gentes no pagaban impuestos, exportaban todo lo que producían hacia los EEUU sin aportar nada al país que los había recibido, y no sólo introdujeron decenas de miles de esclavos en poco años, sino que se permitieron la “libertad” de volver a esclavizar a ex-esclavos que en Tejas ya eran libres.
Desde que en 1803 Napoleón vendiera la Lousiana a los EEUU y éstos rápidamente transformaran Nueva Orleans en el puerto de introducción de esclavos más importante del continente, España (quizás sólo para molestar a un nuevo vecino demasiado peligroso) había resuelto declarar la libertad de cualquier persona esclavizada que entrara a Texas. Era una jugada geopolítica no del todo consistente con el hecho de que España seguía participando del tráfico de esclavos y continuaba permitiendo la esclavitud en sus colonias, pero era un paso importante.
De ese modo obtenían la libertad quienes se fugaban de las plantaciones de toda la Lousiana y del resto del sur estadounidense y luego, con frecuencia, se integraban a la vida de las comunidades indígenas que todavía ocupaban buena parte del territorio.
Luego de 1821, tras la autorización a que entraran las primeras familias estadounidenses, también arribaron, y en gran número, hacendados acompañados por sus propios esclavos o cazadores de seres humanos, que planeaban hacer fortuna «recuperando» para la esclavitud a quienes se habían fugado diez o veinte años antes… y también a sus hijos.
No podemos hacer aquí la historia de toda aquella infamia y el desenfreno, las cacerías despiadadas, las violaciones, los robos y las muertes que arrastraban tras de si aquellos recién llegados que luego se nos han presentado como esforzados y honrados emprendedores temerosos de Dios.
Los primeros resultados fueron cientos de mexicanos arruinados a quienes se les quitaban sus tierras o se les linchaba para que sus vecinos escarmentaran y se fueran en silencio. Indígenas a quienes se les secuestraban sus hijos por tener una madre o un padre negro. Racialización de un idioma. Avasallamiento de cualquier muestra de ordenamiento constitucional. Irrespeto de todo lo que no coincidiera con la idea de excepcionalidad que estaba en el centro de la ideología supremacista de aquellos bárbaros (y que todavía intoxica los delirios MAGA de los irresponsables de hoy).
En resumen: cuando en 1824 el gobierno de México abolió la esclavitud y pretendió que aquellas gentes pagaran algún tipo de impuestos y vivieran de su trabajo, la “rebelión por la libertad” se hizo carne en ellos y comenzó el movimiento separatista que tuvo en El Álamo, en 1836, sólo un episodio menor y lo suficientemente atractivo como para ser llevado con éxito a las pantallas.
Después vendría la independencia de Texas, la anexión por parte de los EEUU, la guerra de despojo contra México… y cuando ya el huevo de la serpiente había eclosionado, la Guerra de Secesión y las matanzas en nombre de la libertad de esclavizar seres humanos. Una guerra motivada en la misma rapacidad inhumana de los defensores de El Álamo pero a escala nacional. Una maldición dos veces centenaria que no parece terminar nunca.
Pero volvamos a hoy
Estábamos con Donald Trump, el martes 12 de enero. A horas de su segundo impeachment. Visitando algunas secciones nuevas del muro que ya habían intentado construir varios de sus antecesores (Barak Obama incluído) y que él se había propuesto culminar.
Estábamos con un presidente cuyo primer y principal slogan de campaña en 2016, recogiendo el oscuro deseo de millones de sus compatriotas, había sido CONSTRUIR EL MURO.
Lo recorría ahora con el orgullo superficial de los matones. Lo definía como una obra de ingeniería formidable. Y se vanagloriaba de haber transformado a esa zona de la frontera en la más segura de la historia.
Estábamos en que seguramente no fue por casualidad que Donald Trump eligió precisamente el muro (en un lugar llamado Álamo en homenaje a aquellos sucesos de 1836) para despedirse.
Tanto él como muchos de sus seguidores fueron impactados tempranamente por basura cultural del estilo de El Álamo. Cientos y cientos de horas de cine, televisión y aulas escolares respitiéndoles que el destino los eligió para ser los guardianes de todo.
Si lo del Capitolio fue posible es, en buena medida, porque los patéticos protagonistas que protagonizaron la escena y los peligrosos personajes que la orquestaron (sin duda más merecedores de castigo y desprecio que los pobres ilusos que nos ha mostrado la TV), creen que la democracia consiste en poner los ojos en blanco o en impostar la voz cada vez que dicen América. Creen que tienen derechos que les han sido dados y que son derechos que están por encima de los derechos de los demás. Creen que son mejores y que Dios los cuida. Creen que sus privilegios son dones. Creen que bastan los gestos vacíos y la rabia para que los enemigos tiemblen de pavor y desaparezcan. Creen en el fuego del terror, en los nudos corredizos de las horcas y en el desprecio por todo lo que no entienden. Creen que el mundo les debe algo. Creen, ilusamente, que radicalizarse es creer tonterías y mostrar los dientes sin que el peligro los roce. Creen en las historietas infantiles que les han contado toda la vida. Creen, como los defensores de El Álamo, que vendrán los refuerzos.
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(*) La nota fue corregida el día 15 de enero para subsanar una confusión que nos hizo notar DZ Green, a quien le agradecemos la amabilidad de habérnosla advertido.
Donald Trump visitó el muro en la localidad fronteriza llamada Alamo, en recuerdo de los hechos sucedidos en la fortaleza de El Álamo, y no la fortaleza misma.