El año que acaba de finalizar fue el más aciago que nos ha tocado vivir. A pesar de ello comenzaremos este “Año II de la Pandemia” con notas esperanzadoras, como el rápido desarrollo de vacunas contra el SARS-CoV-2 o una relativa recuperación del rol del Estado y de las instituciones públicas en momentos de crisis.
Sin embargo lo más importante que el virus nos dejará una vez que podamos superar la pandemia serán sus enseñanzas. Que podamos comprenderlas y aprovecharlas, o que sean otra oportunidad perdida, dependerá, obviamente, de nosotros. .
Con la naturaleza no se juega
La pandemia ha sido un bofetón en pleno rostro. En septiembre de 2019 estábamos escuchando las advertencias que las generaciones más jóvenes nos hacían acerca de la fragilización de las condiciones de vida en el planeta. Las estábamos escuchando, es verdad, pero lo hacíamos con más simpatía intrascendente que convencimiento real.
Dos meses después comenzó a estar claro que el cambio climático, la desertización y la desforestación de vastas zonas han jugado su rol en lo que nos pasa. La destrucción del habitat natural de miles de especies, multiplica exponencialmente la posibilidad de que un virus “salte” de un animal hacia nosotros y adquiera una virulencia y una contagiosidad inusittadas.
Simplemente sucedió porque podía suceder y porque desaprensivamente hemos creado las condiciones para que fuera inevitable. Y seguirá sucediendo sin que sepamos cuándo ni donde. No se trata de sucesos prevenibles si no cambia radicalmente el modo en que vivimos.
Que en los mismos días en los que se iniciaba la distribución de la vacunas que quizás esta vez nos protejan, se haya conocido la apertura de mercados de futuros del agua es una buena prueba de que la humanidad no asume que los recursos naturales no son mercancías de las cuales extraer ganacias sin que importen las consecuencias.
Con la vida de los demás no se juega
La pandemia, una vez superada, habrá dejado detrás suyo una devastación económica sin equivalente en la historia reciente.
Recogemos aquí lo que advertía el economista argentino Alfredo Zaiat en su nota para página 12 “La guerra es contra el Estado” el domingo 3 de enero.
El coronavirus dejó al descubierto las diferencias en el acceso a la prevención y cuidados sanitarios como a la capacidad de protección económica y laboral de la población. Esta desigualdad se reflejó en la disposición de recursos entre países y al interior de cada uno.
La forma que adquirirá la salida de la crisis también será otra muestra de esa desigualdad. Ha transcurrido casi un año de pandemia y ha dejado como saldo provisorio las siguientes definiciones en el frente económico:
1. No hay coordinación ni cooperación a nivel global para atender la crisis económica más profunda de, por lo menos, los últimos 100 años.
2. El proteccionismo de los países más desarrollados está incrementando las tensiones comerciales.
3. Las economías registran derrumbes históricos mientras las bolsas anotan máximos en cotizaciones de acciones. Se destacan en ese rally alcista las empresas tecnológicas, que son las ganadoras de la pandemia.
4. La desigualdad económica y social entre países y al interior de cada uno ha quedado más expuesta, reflejando las profundas inequidades que se han acumulado durante décadas de globalización neoliberal.
5. El Estado pasó a ocupar una rol central en las sociedades diseñando una red de emergencia sanitaria y económica para proteger empresas y trabajadores, y así evitar un caos aún mayor.
Cuando este desastre termine, el discurso económico conservador afirmará que fue una crisis exógena, que su profundidad y velocidad de destrucción no tuvo nada que ver con el actual modo de producción y estructura social desigual La culpa será sólo de un virus.
No es así. El shock devastador de la covid-19 fue mayor por la organización económica-social regresiva existente. En la pospandemia, si no hay transformaciones, se replicarán y hasta con mayor intensidad las desigualdades.
Con las enseñanzas tampoco se debería jugar
No parece que hayamos aprendido que la naturaleza, la economía y la vida social no pueden estar al servicio de la satisfacción de los intereses particulares de los sectores más poderosos, y que es imprescindible que se dediquen recursos que garanticen la investigación en ciencias, el acceso a los bienes culturales, el mayor uso de energías limpias, la salud, la vivienda y los cuidados.
Que una pandemia que demoró más de tres meses en saltar desde el lugar en el que aparentemente se originó hasta las sociedades occidentales haya impactado en Europa y en Norteamérica dejando al desnudo tanta improvisación, tanta ineficacia y tantas carencias en los sistemas públicos de salud, es una prueba lapidaria de que las prioridades de atención e inversión eran una vergüenza.
Parecería que no queremos aprender que la desigualdad es un peligro letal que produce crisis económicas recurrentes, además de creciente insatisfacción social. No aprendemos tampoco que los sistemas financieros deberían ser una herramienta al servicio de las empresas y los hogares, de la actividad productiva y del consumo, y no maquinarias auto referenciadas que sólo funcionan para retroalimentarse y perpetuarse a si mismas. El 1% más rico de la población ha visto multiplicarse sus fortunas durante la pandemia, las bolsas han aumentado sus ganancias, y los grandes fondos de inversión y las grandes empresas han obtenido beneficios descomunales con el dinero público en el mismo momento en que millones de personas han perdido sus trabajos y las economías se desploman tanto en los países desarrollados como en los países pobres, con una sóla excepción.
No parece que estemos aprendiendo que los problemas globales necesitan soluciones globales y coordinadas y que para eso, parte de la soberanía de los estados nacionales debería estar pasando ya a los organismos de gobernanza mundial, ya que, cuando la vida y el bienestar de las personas peligran, se hacen imprescindibles la cooperación y la ayuda mutua, la solidaridad y el esfuerzo en común. La competencia absurda entre los gobiernos a la hora de disponer de recursos sanitarios básicos, así como el egoísmo de los países ricos a la hora de acaparar las existencias de vacunas y planificar (mal hasta ahora) su distribución, muestran que las personas comunes y corrientes comprendemos mejor la situación que quienes hemos elegido para que administren y gobiernen.
Seguimos sin querer comprender que la democracia no es real cuando no integra la dimensión económica, y que sin democracia económica no hay democracia efectiva. Que la pandemia haya sido una excusa para la violación de derechos, para el fortalecimiento y la concentración de poder, para que proliferaran la falsedad y la desinformación, muestra también que no hemos aprendido o nos cuesta entender que la democracia supuestamente encarnada en las sociedades desarrolladas no garantiza la transparencia en la gestión pública o la pluralidad en la emisión de la información.
Podemos (es casi una necesidad) tener esperanza y confiar en que la situación mejorará en 2021 y nuestras vidas comenzarán a normalizarse en eso que en los principios de la pandemia tanto nos gustó llamar «nueva normalidad». Pero si seguimos sin abordar con seriedad los grandes retos estructurales de la época, deberemos enfrentar, en un futuro próximo, problemas tanto o más graves que los 2020 nos mostró.