Canadá 2020 – un año de pandemia con aciertos, desaciertos y un final entristecedor y preocupante

Desde inicios de este año, el nuevo gobierno (en minoría) de Justin Trudeau se mostró completamente diferente a lo que habían sido los primeros días del período anterior.

Los sunny ways eran una figura retórica dejada atrás. Ya nadie hubiera admitido aquellas imágenes de un joven que era “espontáneamente” captado por las cámaras fotográficas corriendo, saludando a sorprendidas parejas de recién casados, o luciendo calcetines alucinantes, y había aparecido ya en su rostro una barba que anunciaba una mayor o al menos más estudiada seriedad. .

Habían transcurrido 48 meses ásperos. Varias de las medidas en las que se había basado su campaña de 2015 habían quedado incumplidas o, como la reforma electoral, habían sido rápidamente abandonadas. Las promesas de la nueva campaña resultaron ser una reedición no demasiado convincente de las ya realizadas cuatro años antes. Episodios como el de la aparición de viejas fotografías que documentaban cierta frivolidad no lo favorecían. Y dadas las circunstancias, la pérdida de la mayoría parlamentaria fue, si no el resultado deseado, quizás el mejor posible.

Volviendo la mirada hacia aquel momento, sorprende todo lo que han cambiado nuestras expectativas y nuestra realidad desde entonces. Y así como se alteraron las nuestras, se modificaron las suyas.

La realidad pre-pandemia y lo que dejó de preocuparnos

El 8 de enero, el ejército iraní había derribado el vuelo 752 de Ukraine International Airlines, lo que había determinado la muerte de 138 personas relacionadas con Canadá. Aquel episodio formaba parte de una escalada en las tensas relaciones entre los EEUU e Irán y seguramente había sido accidental, pero de todas formas la prensa y el público presionaban al Primer Ministro para que reclamara explicaciones que el gobierno Iraní, obviamente, no parecía dispuesto a dar.

La economía canadiense sentía los efectos de las tarifas que Donald Trump había impuesto como argumento de negociación del nuevo tratado de libre comercio, pero lo que generaba mayor incertidumbre eran las sanciones impuestas por China como contrapartida a la poco oportuna detención de Meng Wanzhou.

Pero además, el gobierno se enfrentaba a una presión cada vez mayor para darle luz verde a un proyecto de explotación de arenas petrolíferas de 20 billones de dólares que aparecía contradictorio con todo lo prometido durante la campaña y, paralelamente, enfrentaba las protestas de la nación Wet’suwet’en en rechazo al pasaje de un oleoducto por sus tierras, que a su vez catalizaba otra serie de descontentos que provocaron cortes ferroviarios a lo largo de todo el país.

Todo aquello colocaba al gobierno que acababa de asumir en una posición sumamente incómoda respecto a los principios en los que había basado su ajustado triunfo: necesidad de enfrentar con decisión la crisis climática, reconciliación y reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios, desarrollo de energías no contaminantes, y protección del medio ambiente. Una agenda ambiciosa y progresista que amenazaba, otra vez, con quedar empantanada a mitad de camino entre lo ajustadamente cool y lo decididamente irreal.

Y en aquel momento en el que todo parecía anunciar que un gobierno ya débil se debilitaría aún más, sucedió lo inesperado: la globalización de aquella epidemia que dos meses antes parecía confinada en el lejano oriente, y su rápida llegada al hemisferio occidental.

La pandemia como centralidad y como válvula de escape

A partir de aquel ya lejano marzo y durante varios meses todo se desarrolló a velocidad de vértigo y en esa velocidad y en ese vértigo radicaron los principales aciertos (para nada menores) de Justin Trudeau y su gabinete.

Presenciamos casi de inmediato su propio confinamiento, durante el cual demostró un sentido de responsabilidad y una capacidad de comunicación notables. Se produjeron los rápidos cierres de fronteras y una paralización de actividades que permitieron creer que en Canadá, a diferencia de lo que estaba ocurriendo en EEUU y en Inglaterra, la prioridad era la emergencia sanitaria. Se implementaron los planes de emergencia con la rapidez y la amplitud requeridas, y todo se hizo buscando consensos con la oposición, en especial con la ubicada a la izquierda del propio gobierno.

Todos esos indudables aciertos y la excepcionabilidad de la situación que determinaba que todos los problemas que estaban planteados con anterioridad quedaran pospuestos sine die, tuvieron como resultado un marcado progreso de la imagen del gobierno y del propio Primer Ministro en las encuestas.

Ese nuevo posicionamiento, si atendemos a que en este tipo de situación suele ocurrir precisamente lo contrario, no estaba nada mal, por lo que si junio y los meses posteriores no hubieran llegado con su pesada carga de malas decisiones, hoy tendríamos un gobierno más seguro de sí mismo, y el gobierno tendría por delante un panorama menos acuciante.

Desde el desliz de We Charity hasta el desbarranque de los CERBs

Cuando a inicios del verano se fueron abriendo las muchas puertas del escándalo WE Charity, un escándalo tan inesperado y torpe como innecesario, el prestigio ganado por el gobierno no llegó a revertirse pero resultó seriamente astillado. Palabras como corrupción, nepotismo o ineficiencia no son términos que la política canadiense admita que se puedan relacionar consigo misma, y lo que iba saliendo a luz ensombrecía lo que se estaba viendo ya como una salida exitosa de la crisis sanitaria.

La pandemia parecía haber retrocedido significativamente, el manejo de las protestas en julio y agosto encontraron al Primer Ministro posicionado en el lado correcto y admitiendo la sistematicidad del racismo en el país, el buen ánimo veraniego y la reanudación de muchas actividades auguraban un alivio generalizado sobre todo a nivel emocional, y el futuro ex-ministro de finanzas llegó a especular, poco antes de que se le pidiera la renuncia, con que ya las ayudas del gobierno podrían ser innecesarias.

La clausura de las actividades parlamentarias originadas en la necesidad de dar vuelta la página del escándalo le permitió al Primer Ministro elaborar un “nuevo y ambicioso” paquete de propuestas y coquetear con la idea de “una oportunidad sin precedentes”. La pandemia, se dijo en aquellos días, nos daba la posibilidad de repensarnos como nación, rehacer el contrato social y emerger como una sociedad del futuro, más próspera, más verde, y más igualitaria.

Las propuestas de septiembre fueron básicamente las mismas que se habían presentado en 2019 y en 2015 pero en medio de una pandemia, si bien no guardaban relación alguna con las expectativas generadas, parecieron ser un gesto alentador. Y la presentación de un plan presupuestal en noviembre que parecía querer estar en consonancia con las medidas anunciadas, si bien ya no despertó demasiados entusiasmos tampoco se encontró con una crítica feroz. Se había creado de hecho una frágil alianza de gobierno con el Green Party y el NDP de la que quedaron excluídos los sectores más conservadores, y eso dejaba entrever cierta tranquilidad para los meses por venir.

Pero frente a todo eso que no generaba demasiadas certezas pero parecía destinado a mantener un moderado optimismo, y en medio de un nuevo empuje de la pandemia, surgió, nuevamente, algo inesperado y esta vez sí inexplicable.

El fin de los unicornios y los arcoiris y el ingreso a la neo-realidad

La expresión que alude a los arcoiris y los unicornios en referencia a los cambios de las expectativas generadas Justin Trudeau, pertenece a la analista Chantal Hébert y tanto ella como otros, como Shannon Proudfoot de Maclean’s o el propio fotógrafo personal del Primer Ministro, Adam Scotti, nos muestran preocupación, desgaste y cansancio. Algo perfectamente natural porque si el tiempo pasa para todos, pasa aún más rápido para los gobernantes en momentos de crisis.

Y no sólo son naturales sino que, junto con la barba, podrían ser atributos bienvenidos, que le dieran al personaje una dimensión menos desasida de lo real y más adulta. Más cercana a los 50 años que está a punto de cumplir.

Pero allí radica precisamente la duda acerca del modo en el que tanto Justin Trudeau como su elenco de gobierno leen lo que sucede alrededor suyo.

Fue un desacierto que en octubre el Primer Ministro se hiciera fotografiar en un supermercado comprando algunas latas de alimentos para donarle a los pobres. Ese no es su trabajo. Ocupa el lugar que ocupa, entre otras cosas, para impulsar políticas públicas que hagan innecesaria la caridad y acerca de ese tema es interesante el punto de vista de Mary Anne Martin en la nota Holiday food drives: Tossing a can of beans into a donation bin is hardly enough que hemos publicado a principios de este mes.

Pero lo que resulta inexplicable es que en los últimos días del año se le hayan enviado “education letters” a cerca de medio millón de personas anunciándoles que es posible que deban devolver las ayudas recibidas durante la primera ola de la pandemia porque no cumplían con las condiciones necesarias.

El gobierno admite que la agencia que debió haber comunicado cuáles eran esas condiciones se equivocó, es decir que ninguna de las personas a quienes hoy se les reclama la devolución de las ayudas recibidas las solicitó rompiendo ninguna regla o al menos sabiendo que lo hacían.

Se las alentó a través de la prensa para que se presentaran. No fueron informadas debidamente en el momento de realizar sus aplicaciones. Se logró con eso (y esto es importantísimo) que se quedaran en sus casas durante meses, lo cual contribuyó a que las interacciones personales y los contagios disminuyeran sensiblemente. Esto último quiere decir que del dinero que recibieron nos hemos beneficiado todos (y en ese todos, está también incluido el propio gobierno).

Porque además, se las presentó durante meses como evidencia de una generosidad gubernamental que ahora se ha desvanecido. Se trata de la entrada súbita e inmidericorde a una neo-realidad en la cual para muchos, aquella pregonada ayuda, resultó ser apenas un préstamo.

Que en sus palabras de la última semana, el Primer Ministro haya aclarado que ninguna de esas personas o esas familias deberían inquietarse porque no tendrán que devolver el dinero antes de Navidad o antes de Fin de Año, sólo hace que la situación sea aún más entristecedora.

Y es entristecedora porque no sólo nos pone frente a un gobierno que una y otra vez ha demostrado ser poco capaz de asumir de manera adulta sus propios errores o sus propias carencias, sino que nos muestra a un Primer Ministro que lee mal lo que le pasa a la gente que gobierna. No se trata de pedirle que corra la misma suerte que sus conciudadanos… sino de que sea capaz de empatizar con quienes no gozan de sus mismos privilegios.

El fin de 2020 pudo haber sido peor, como podemos comprobar mirando hacia el sur y viendo el desbarajuste reinante en esa otra neo-realidad, más alucinante que ninguna otra. Pero pudo haber sido mejor. Dadas las características sociales y demográficas de Canadá debió haber sido mejor.

Y sobre todo, pudo haber terminado sin estos desaciertos que sólo demuestran incomprensión y falta de cuidados. Algo que no llega a ser desidia pero se le parece.

Quizás estaba escrito que habría elecciones anticipadas en primavera, y si fuera así, We Charity competirá con las devoluciones del los CERB como temas centrales de una campaña en la que la pandemia y el cansancio habrán dejado su marca.

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