Quienes no estamos familiarizados con el sistema electoral estadounidense, nos habíamos acostumbrado a que cada cuatro años se multiplicaban las banderas y los globos y se repetían los mismos discursos en los que una nación se presenta ante si misma y ante el resto del mundo como un dechado de todas las virtudes. Como espectáculo (si uno disfruta de esas cosas) no estaba mal. .-
El porcentaje de personas que votaban elección a elección era excepcionalmente bajo, el sistema de representación no es proporcional y la elección presidencial no es directa sino que hay un “Electoral College” bastante incomprensible en una democracia moderna, pero por lo general se nos decía que todo eso formaba parte de un sistema de checks & balances envidiable…
Y no necesariamente lo creíamos, pero seguramente nunca nos habíamos imaginado que fuera tan difícil y tan desesperante colocar, en una república bien constituída, a un gobernante en vereda.
Por esa razón, si en este final de década ya estábamos azorados con la tragicomedia que permitió que un desarrollador inmobiliario y estrella de la peor TV llegara al poder enancado en una locuacidad pueril, hueca y tóxica, ahora que no quiere irse, lo estamos más.
No es sólo que asombran Giuliani y su gestualidad patética, y asombran Sidney Powell o Michael Flynn cuando tratan de que Donald Trump continúe gobernando mediante la aplicación de la ley marcial. No son esas personas las que asustan como no debería asustar un espantapájaros por mucho que el viento lo agite. Asusta la fragilidad de un sistema en el que se admite que todo esa seguidilla de sinsentidos ocurra sin que a la nación misma se le caiga la cara de vergüenza.
Sabemos que la ley marcial no será aplicada porque una potencia internacional no se puede permitir un Golpe de Estado de verdad en su propio territorio. Pero queda el sabor amargo de recordar cuántas veces Estados Unidos se permitió implicarse en golpes de estado y leyes marciales fuera de sus fronteras. Es decir dentro de las nuestras. Cuántas vidas, cuánto retraso, cuánta inestabilidad nos provocaron.
Pero lo que nos hemos propuesto esta vez es entender lo que no sucederá el 6 de enero. No sólo porque ese será el último intento fallido de Trump por conservar su juguetería en la Casa Blanca. Podría ser además (esperemos que no) el primer día del trumpismo como ideología milenarista y del Partido Republicano como cavidad en la que se enquiste un nuevo mesianismo.
El 6 de enero y el último show de un fin de ciclo estremecedor
El 6 de enero el Congreso de los EEUU debe certificar o validar el resultado del Colegio Electoral que le adjudicó el triunfo a Joe Biden.
Por lo general se trata de un mero trámite, pero puede suceder que, si un grupo de legisladores firmara un documento pidiendo que el resultado no se reconozca, el Congreso tenga que votar y, en teoría, podría anularse el resultado de las elecciones del 3 de noviembre.
Basta que el documento esté firmado por un miembro de la Cámara de Representantes y un miembro del Senado. En los últimos 20 años el mecanismo se puso en práctica tres veces: en 2001, 2005 y 2017. Siempre fueron los demócratas quienes impulsaron ese desconocimiento de lo resuelto por el Colegio Electoral en protesta por un sistema que suele reconocer la regla de oro de las mayorías. Nunca ese procedimiento dio el resultado esperado por sus promotores y sería un milagro si ahora sucediera lo contrario, así que quienes quisiéramos ver a Donald Trump muy lejos del poder y de todo, podemos respirar tranquilos. No sucederá.
La Cámara baja tiene mayoría demócrata y podemos dar por descontado que no aceptará el pedido de votación. Como dice la articulista de Político Anna Palmer: Just like if you jump out the window and flap your arms, you won’t fly — Congress will reject any challenge if it even gets that far because the Democratic House will not vote to overturn the electoral results. Period.
El Senado, por su parte, tiene mayoría republicana pero difícilmente estén dispuestos a respaldar el procedimiento más que un puñado de senadores demasiado comprometidos con el trumpismo como para colocarle límites a su paranoia.
Pero ahí está lo interesante de este último show, y su peligrosidad. Parece estar pensado para que no importe la derrota porque la derrota genera frustración, descreimiento e ira, y porque el objetivo podría no ser la permanencia en el poder ahora, sino la conquista del alma de los pobres de espíritu.
Los días que han pasado y los días que vendrán
El 6 de enero los EEUU ya habrán pasado dos meses desde una elecciones que más de un 30% de su población cree que han sido fraudulentas.
Se han entablado cerca de 50 reclamos ante juzgados estaduales y federales. El Estado de Texas presentó una demanda ante la Suprema Corte pidiendo que se anularan los resultados electorales en otros 4 estados. Se está pidiendo la intervención de las fuerzas armadas. Y el 6 de enero se implementará ese recurso que, como hemos visto, no prosperará.
Pero en cada uno de esos intentos y en medio del caos informativo y la pandemia, han colocado sus esperanzas de redención cientos de miles de personas cuya ignorancia los convierte en creyentes, y su credulidad los puede transformar en un peligro para los demás y para las instituciones.
Cientos y cientos de miles de personas que son capaces de mezclar sus opinones acerca de cómo debería funcionar la sociedad, con el convencimiento de que el resto del mundo está allí para ser salvado, o la creencia en confabulaciones de políticos depravados que esconden niños secuestrados en los sótanos del Congreso, o en seres extraterrestres que traen un mensaje, jueces que trabajan para China, vacunas creadas para controlar la mente con nanopartículas 5G, o la eficacia del dióxido de cloro. Personas que no sólo están angustiadas sino que además están armadas. Consumiendo casi exclusivamente «alternative facts» y dispuestas a crear las condiciones para el regreso del único hombre en que confían.
Como ha dicho en estos días el columnista de The Guardian Simon Tisdall: «Trump’s personal brand of viciousness appealed to every worst human instinct, justified every vile prejudice, excused every mean and unkind thought. His is a blind ignorance that resonates with those who will not or cannot see. Falsehood is always easier than truth. For these reasons, Trump’s global legacy is Trumpism. It will live on – toxic, immoral, ubiquitous and ever-threatening».
Esa es la razón por la que suena tan extraño que el futuro presidente Biden, que tendrá que lidiar con un mundo en crisis y con una nación astillada, le haya anunciado a los presidentes de los países que lo llamaron para felicitarlo por su triunfo que “America is back and ready to lead the world… Once again sit at the head of the table. Ready to confront our adversaries and not reject our allies. Ready to stand up for our values.”
Es como si estuviera confundiendo lo que se presenta a los ojos del mundo como un final de ciclo caótico y riesgoso, con un revival improbable en el que en USA, como si nada hubiera sucedido, everything is possible.
Es la confianza religiosa en el eterno retorno. Que deja el America First de quien se va, sólo para intentar volver al American Lead de quienes se fueron antes. Y asombra que gente que busca siempre en la Biblia alguna enseñanza o alguna excusa, no recuerde lo que le sucedió a la mujer de Lot por no resistirse a mirar hacia atrás.
Mientras la casa no esté en orden (y claramente la casa de los estadounidenses no lo está) los esfuerzos deberían estar puestos en sortear con dignidad el 6 de enero, asumir sin fanfarrias el 20, derrotar a la pandemia y la crisis económica, transformar todo lo que llevó a su país a estar en la situación en que se encuentra, desactivar al trumpismo mesiánico, implementar un sistema de salud digno, modernizar un sistema electoral vetusto, hacer que la pobreza y el racismo no sean una presencia constante, confiar menos en los «informes de inteligencia» y más en la sensatez, y aprender a cooperar con los demás con humildad y madurez, en lugar de estar pensando ya en confrontaciones y liderazgos.
Cuando un editorialista del New York Times plantea algo como «The new year will prove whether we have any decency left in us», es que se teme haber tocado fondo.
No estaría bien ni sería razonable que el orgulloso y casi amenazante “stand up for our values” de Biden signifique que volverán a tirar los suyos (y los nuestros) por la borda.