En la nota anterior de esta serie nos enfrentamos al concepto “hispano” y tratamos de adentrarnos en toda su complejidad y en su oculta pero pesada carga histórica y cultural. Es el turno ahora de hacer lo propio con el concepto “latino”. Ambos conceptos comparten razgos en común, entre ellos estar expresados por palabras a las que se les ha quitado algo esencial. Se trata de dos palabras que, como veremos, no deberían ser intercambiables… pero lo son. .
Comencemos descartando aquellas definiciones que nada tienen que ver con el sentido de “latino” que queremos abordar.
El origen de la palabra refiere a lo que es propio de la región italiana del Lacio, lugar de origen del latín, una lengua que se difundió a través del Imperio Romano, y que fue la fuente de la que evolucionaron luego las lenguas conocidas como Romances, entre ellas casi todas las habladas en la Península Ibérica -con excepción del vasco-, el francés o el rumano.
Sin embargo, que el español provenga del latín no es lo que ha determinado que se comenzara a emplear la palabra latino para definirnos.
No se les dice latinos ni a los españoles, ni a los portugueses, ni a los rumanos aunque hablen lenguas originadas en el latín. Los senegaleses o los quebecois no son latinos por el hecho de hablar francés. Y a sus respectivas manifestaciones culturales (desde la música hasta la cocina, desde la danza hasta la espritualidad) no las conocemos como latinas.
No somos latinos o latinas por hablar una lengua proveniente del latín entonces, sino que lo somos por tener un determinado origen: Latinoamérica. Es decir por ser latinoamericanos o porque nuestras familias provienen de Latinoamérica.
Y apenas llegamos a este punto, aparecen una serie de características extrañas de lo latino que tienen mucho que ver con lo que vimos cuando analizamos lo hispano.
1) No somos latinos en todas partes. No somos latinos en nuestros países, o en Africa, Asia o Europa. En esos contextos somos latinoamericanos, como corresponde.
2) Somos latinos solamente en la América anglosajona (EEUU y Canadá), en donde por alguna razón se ha preferido amputar lo “americano” de la palabra original.
3) A diferencia de lo que ocurre con otros gentilicios (las palabras que denotan la relación con un lugar geográfico), ser latino perdura a lo largo del tiempo y como sucede con los genes ¡se trasmite!
Por ejemplo: una persona nacida en África es africana, como una persona nacida en Asia es asiática. Pero si una persona de origen africano ha nacido en los EEUU o en Canadá, ya no será africana. Será afro-americana o afro-candiense. Y lo mismo ocurre con las personas de origen asiático.
Sin embargo, las personas de origen latinoamericano, en el contexto de la América anglosajona, siguen siendo latinas con independencia del lugar en el que hayan nacido o a cual de las diversas culturas propias de Latinoamérica pertenezcan.
Se puede seguir siendo latino o latina después del paso de dos, tres y más generaciones, y se lo es incluso aunque no se hable español.
Sucede con el concepto “latino” algo idéntico a lo que vimos que sucedía con el concepto “hispano”. Y no podemos tener la ingenuidad de pensar que dos palabras de orígenes diferentes sufren un desarrollo similar, simplemente por casualidad.
Lo que se acumula y lo que se oculta detrás de una palabra amputada
La palabra latinos tiene la potencialidad de ser más inclusiva que la palabra hispanos porque podrían estar integradas en ella las gentes francófonas originarias de Haití, o los brasileños, de habla portuguesa. Tanto los unos como los otros son latinoamericanos. Ellos se reconocen de ese modo y el resto de nosotros los identifica de esa forma.
Pero como suele suceder con este tipo de palabras creadas artificialmente, eso no es así. Ni haitianos ni brasileños son latinos en el sentido que se le da a esta palabra en el único lugar en que tiene validez: la América anglosajona.
La palabra latinos no contiene a todos aquellos a quienes podría contener desde el punto de vista geográfico y ese es su primer defecto. Su segundo defecto es que dado que se presenta como una categoría cultural, homogeiniza lo diferente y oculta lo diverso. Aparecen confundidas en ella decenas de culturas distintas y lenguas diferentes.
Sucede con la palabra latinos lo mismo que vimos que sucedía con la palabra hispanos. No deberían ser intercambiables porque no representan a conjuntos de personas idénticos, pero en realidad se superponen perfectamente y cumplen la misma función: restan entidad mediante la apuntación de algo fundamental, racializan un idioma, y transforman riqueza y variedad cultural en una única cosa, empobrecida, estereotipada y violentada.
Después, claro, llegan las sorpresas. Fuimos testigos, hace pocas semanas, del desconcierto de buena parte del periodismo estadounidenses al comprobar que no todos los latinos votaban al mismo candidato presidencial.
Primero se le quita, con total naturalidad, la partícula «americano» a la palabra que designa a más de 32 millones de electores. Se uniformiza toda su variedad de orígenes, razas, clases, culturas y tradiciones políticas en un mismo término que supuestamente los engloba a todos… Y luego se espera que esa homogeinización de como resultado que no haya entre ellos la misma variedad de opiniones que hay en cualquier otro grupo. Y las cosas, evidentemente, no funcionan de ese modo.
Pero eso es algo demasiado reciente y nos habíamos propuesto hurgar en el pasado, por lo que estamos seguros de que será más interesante:
- rastrear el origen de la palabra Latinoamérica como una solución brillante que se le encontró en Francia a un problema geopolítico casi insoluble a mediados del siglo XIX, y
- adentrarnos en el modo en que las palabras latino y latina hicieron su aparición en una sociedad estadounidense que salía de la Segunda Guerra Mundial y necesitaba, sin poder admitirlo, diversión, sensualidad yalgo de pecado.
Prometemos hacerlo en la última semana del año.