En el principio fueron el trigo y el arroz, los dos cereales que hicieron posible a Oriente y Occidente. Luego seguramente el jade. Y por último, desde el siglo II antes de nuestra era, la seda.
A través de ese extenso corredor que se extiende desde la ciudad de Xi’an en China hasta la actual Estambul en Turquía conocido hoy como La Ruta de la Seda se comerció, se difundieron conocimientos, culturas y formas de ver el mundo, se compartieron genes, y se difundieron enfermedades y modos de curar. . Y desde Turquía, a través del Mar Mediterráneo, todo aquello llegaba finalmente a Europa.
Todo transitó por allí a lo largo de milenios, atravesando montañas y desiertos a lomos de camellos, mulas o caballos, en cestas, en fardos o en jarras de barro, con una lentitud que hoy nos resultaría exasperante. Y en ese incesante transcurrir de personas, animales, ideas y cosas, uno de los viajeros infaltables era el virus de la viruela.
La viruela es (en realidad deberíamos decir era) una enfermedad causada por un virus que debió haber saltado la barrera de las especies cuando hace aproximadamente 12.000 años comenzaron a desarrollarse la agricultura y la domesticación de animales. En ese momento comenzó a darse una convivencia muy estrecha entre los seres humanos y los ratones, las aves de corral, el ganado vacuno, ovino y porcino, y esa convivencia posibilitaba que virus propios de una especie fueran capaces de adaptarse a otra. Y cuando eso ocurría (en realidad deberíamos decir ocurre) los efectos son devastadores. Lo estamos viendo suceder en 2020 ante nuestros ojos.
No sabemos con exactitud el lugar en el que la viruela comenzó a afectar a los seres humanos pero si sabemos que la principal vía a través de la cual las epidemias fueron y vinieron durante siglos dejando tras de si desolación y muerte fue la Ruta de la Seda. Y también sabemos, aunque eso fue toda una sorpresa para Lady Mary Wortley Montagu, que desde China hasta Turquía, se conocía, desde hacía mucho tiempos, una forma de combatir la enfermedad.
Una mujer occidental entre mujeres orientales – El asombro y la curiosidad
Vimos en la nota anterior que lady Mary, durante su estadía en Turquía, mantuvo una estrecha y amigable relación con mujeres musulmanas de las clases altas y que frecuentaba las habitaciones reservadas para ellas y sus hijos, zonas a las que por lo general no entraban los hombres y en las cuales se desarrollaban saberes y costumbres que no necesariamente eran compartidas o siquiera del todo comprendidas por el mundo masculino.
Una de aquellas costumbres, la que más sorprendió a Mary, consistía en hacer una incisión en la piel de una persona (con preferencia un niño) y aplicar allí un poco de materia seca extraída de las llagas de alguien que estuviera padeciendo viruela pero se encontrara en una etapa cercana a la cura. Se tapaba la herida con una cáscara de nuez para facilitar el proceso y, por lo general, la persona enfermaba pero sin padecer las secuelas más graves de la enfermedad. A partir de entonces adquiría inmunidad contra futuras infecciones.
La práctica se había originado al parecer en China o la India y se había difundido a través de la Ruta de la Seda, y está documentada entre esclavos africanos que la utilizaron en América.
No era sencillo, para una mente occidental, aceptar que aquello, en apriencia tan reñido con el sentido común, fuera posible. Tengamos en cuenta que Estambul es Europa y lo había sido desde siempre, pero aquella práctica no había salido de las habitaciones frescas y en penumbra de las mujeres musulmanas para penetrar en la medicina occidental jamás hasta entonces.
Lady Mary, como hemos visto, era curiosa, intelectualmente excepcional y decidida. Por eso fue capaz de entender algo de la mecánica que había detrás de todo aquello y convenció a un médico griego que trabajaba para su esposo para que la ayudara a llevar a la práctica aquel procedimiento en su hijo Edward, quien enfermó muy levemente pero sanó tal como ella esperaba.
Luego, primero a través de las cartas que intercambiaba con sus amigas en Francia e Inglaterra y luego a través de su prédica personal cuando regresó, se encargó con entusiasmo de impulsar lo que comenzó a llamarse “variolización”. Y por cierto, para convencer al rey y a los dignatarios de la corte, variolizó frente a ellos a su segunda hija.
Aquel método, con el que se pudo combatir por primera vez en Europa una enfermedad que sólo en la siglo XVI había matado a casi medio millón de personas, fue al pricipio combatido y ridiculizado por los médicos de la época. Pero a pesar del escepticismo con el que la novedad fue recibida al principio y pese a que el procedimiento no estaba exento de peligros, en pocos años se difundió por todo el continente y fue la base conceptual a partir de la cual en 1796, el médico Edward Jenner, intrigado por algo extraño que sucedía con las ordeñadoras en su pueblo, concibió una idea aún mejor… Pero esa es otra historia a la que volveremos en una próxima nota
Por ahora resta decir que Lady Mary fue reconocida por muchísma gente como una heroína, pero que mucha otra se reunía frente a su casa para gritarle asesina o bruja y para maldecirla en nombre de Dios. Ya en aquella época, antes de que existieran las vacunas, habían anti-vaxxers y negacionistas y no eran demasiado diferentes ni menos ignorantes que los de ahora.
Pese a eso, escribió mucho, publicó sus relatos, se separó ¡por fin! de su marido, desairó a Alexander Pope que decía morir de amor por ella, se estableció en Francia donde la molestaban menos y la apreciaban más, viajó incansablemente por toda Italia, tuvo una salud frágil pero una vida amorosa variada y mucho más acorde a su temperamento apasionado y curioso, y finalmente, en 1761, volvió a Inglaterra para poder ver a su hija y conocer a sus nietos antes de morir.