Quizás lo que hoy nos causa más asombro acerca de Diego Maradona es que su santidad y su heroicidad, por absurdo que pueda parecer que esos conceptos se apliquen a alguien como él, es aceptada y celebrada por millones de personas en todo el mundo, no a pesar de sus debilidades y sus fallas, que fueron muchas, sino precisamente debido a ellas. . Y eso quizás tenga que ver no sólo con su genialidad como futbolista sino con el modo en que su imagen nos refleja. En lo necesario que nos fue para conocernos debidamente. .
Ese estilo de santidad no se adquiere a partir de la beatitud, la perfección o la obediencia, sino por el tipo de comportamiento que se tenga frente a la tentación, el fracaso y el martirio.
Lo que puede emocionarnos hasta las lágrimas no es la acumulación de bondad, de virtudes, o de bienes, sino la generosidad de miras, la amplitud de los deseos, la aspiración pueril pero convencida de que debería haber un más allá para todos. No se trata de cómo evitar o esconder las caídas sino la hidalguía con la que se asume que caer era siempre un riesgo y ha sido inevitable.
Nuestros héroes más queridos, los que aprendemos a magnificar antes aún de haberlos comprendido, no han sido triunfadores a los que les debamos algo que no teníamos y que hoy disfrutamos por su gracia.
No fueron “padres fundadores” virtuosos a los que podamos adjudicarles una sabiduría excepcional y continuamente renovada. No fueron cabezas coronadas o patriarcas venerables y probos que tuvieran para sus actos el beneplácito de Dios o, en su defecto, del Imperio. No somos así.
Nuestros héroes no nos dejaron ni libertad conquistada para siempre, ni justicia social asegurada, ni naciones excepcionales, ni economías florecientes. Pelearon contra fuerzas superiores a ellos, fueron desmedidos y muchas veces ejemplares, nos dejaron la alegría historiada de algunos triunfos pasajeros, algunos hijos desparramados por el campo, y un sentimiento perdurable de algo así como patria. ¡Bastante hicieron!!
Se equivocaron y fracasaron cuando más se los necesitaba. Algunos de ellos murieron sin nadie que los consolara. Otros simplemente se retiraron porque no podían más. Podemos sentirlos como nuestros porque por lo general no se llevaron nada. Ni siquiera gloria.
El héroe y el santo que se acabó sin nadie y en el centro de todos
Maradona era un ídolo dionisíaco. Por eso no murió, se gastó.
María Moreno – Página 12
Maradona seguramente ya era él mismo desde niño, cuando descubrió que era diferente; que le había sido dado el don de jugar a la pelota de otra forma, visualmente más atractiva, emocionalmente más audaz, con una liviandad de pájaro, y con una contundencia que su cuerpito mal nutrido de negro de la villa no permitía adelantar.
Y eso tuvo. Imprevisibilidad. Una relación entre el cerebro y el cuerpo que le permitía tomar decisiones acertadas en una fracción mínima del tiempo que a los demás nos llevaba comprenderlas. Una percepción del entorno endiablada. Una exquisitez de movimientos admirable. Alegría y regocijo, que parecían multiplicarse como panes y peces humillando a los más fuertes.
Pero quizás el que hoy se llora, el Maradona arrojado y contradictorio que evoca como pocos el sentido trágico de la vida, haya hecho su aparición en aquellos minutos en los que, en la cancha del Nápoles, en sus primeros pasos hacia el mito, asombraba a los espectadores haciendo malabares con la pelota… pero con los cordones desatados…
¿Sería conciente él, serían concientes quienes lo veían en aquella ciudad tantas veces humillada, del mensaje que aquello podía trasmitir?
Soy esto. Ecce homo. Soy lo que ustedes admiran. Soy el que les trajo la posibilidad de que por fin consigan lo que tanto querían, poder competir con los poderosos y ganar. Y mientras todos esperamos y nos preparamos para este nuevo combate, les doy la tranquilidad de saber que estoy aquí y la posibilidad de sonreir al sol y celebrar la belleza de lo que hago. Y les regalo, además, la ilusión de creer que lo estamos haciendo juntos. La ilusión de que ustedes participan. La mentira piadosa de que son necesarios. Pero… ¿ven los cordones de mis zapatos? Podría caer en cualquier momento. Arriesgo (porque está en mi hacerlo) caer frente a todos ustedes por una torpeza ridícula y no poder volver a ser el mismo nunca mas. Y que me olviden.
Y no cayó entonces, pero cayó muchísimas veces después.
La caída. Las caídas.
Maradona cayó en trampas que le tendió el poder cuando fue demasiado díscolo sin siquiera saber que lo era, cayó en entornos bobalicones y lustrosos, en consumos problemáticos, en clínicas de rehabilitación, en la idolatría ajena, y en su propia necesidad de más.
Sin embargo, a pesar de las decepciones y adicciones, a pesar de que lo excesivo se cebó en sus actitudes y en su propio cuerpo -que dejó de ser maravilloso para devenir rechoncho y abrumado antes de tiempo-, a pesar de malquistada vida afectiva, a pesar de aquella enfermera suiza que nos lo sacó de la mano de la cancha como a un niño, e incluso a pesar de que su politización pudo ser para algunos contradictoria y para otros apenas viceral, lo quisimos. A pesar de todo el mal que se hizo y a pesar de todas sus miserias.
Dejó instantes que lo hicieron imborrable, supo ponerse casi siempre del lado de las causas perdidas, y como sólo sucede con los mitos, se nos volvió necesario.
Pero como la ironía nunca es del todo ajena a la tragedia, esta vez ni siquiera una enfermera suiza lo acompañó. Nadie vió cómo se apagaba. Nadie podrá nunca saber qué dijo o a quién le quiso hablar mientras se iba. No tuvo ni siquiera eso tan zonzo de «al partir, un beso y un adiós».
Por eso, por sobre la soledad de ese final casi infame, se alzó en las calles el desamparo multitudinario que genera el fin de los rituales. La pérdida expresada de mil formas; el duelo de quienes entendieron que se acabó no una persona sino un deseo colectivo… y que ahora sólo quedan algunas estrellas que tienen sólo brillo pero que jamás, ¡jamás! serán lo mismo.
Y en ese fin de ritual, lleno de congoja, emotividad y «argentinidad al palo» aquí, allá y en todas partes, es posible, es casi necesario, colocar entre paréntesis las caídas, cerrar los ojos, y volver atrás para revivir alguna de las alegrías que en algún momento Maradona nos permitió disfrutar como si fueran nuestras…
Por ejemplo volver hacia aquella tarde de junio, fría y húmeda, con un invierno recién inaugurado y cocoa caliente, cuando, con apenas algunos minutos de diferencia, nos regaló el gol más justo que Inglaterra haya padecido nunca (con la mano de Dios), y nos permitió ver la jugada más apabullante y hermosa que el mundo haya presenciado jamás, con todos nuestros sueños y toda nuestra rabia y toda nuestra esperanza anidadas, por un segundo apenas, en sus pies.