Un desnudo que dinamitó la moralidad de su época y condenó a su autora para siempre

Unas extrañas Invitadas que emergen de la oscuridad. Un viaje crítico al epicentro de la misoginia. Y una mujer cuyo pecado, haber pintado un hermosísimo desnudo de si misma en 1908, le costó más de diez años de sometimiento familiar y luego 40 años de reclusión en un convento. . Una buena excusa para recordar que noviembre es un mes en el que la violencia en contra de las mujeres (la física y la simbólica) constituye un tema central.

El Museo del Prado, en Madrid, abrió su primera temporada posterior al confinamiento ocasionado por la pandemia con Invitadas Fragmentos sobre mujeres, ideologías y artes plásticas 1833-1931 , una exposición que se propone como un viaje crítico al epicentro de la misoginia y que tiene como eje la visibilización de las mujeres olvidadas o escondidas en los sótanos de la pintura española.

Se trata, en suma, de mostrar aquellas obras (pintura, fotografía y films) que casi docientos años de marginación y desprecio por las mujeres en el mundo del arte dejaron arrumbadas en los depósitos de museos y de instituciones culturales que, si bien no las destruyeron, sí se encargaron de mantener ocultas de la vista del público.

Son aproximadamente 130 piezas con las que uno de los principales muses de arte a nivel mundial hace su propia autocrítica por una misoginia que hoy resulta incomprensible. Cuarenta de ellas han debido ser restauradas por el pésimo estado en el que se encontraban.

Invitadas, reconoce el curador de la exposición Carlos González Navarro, son aquellas personas que no eligen cuándo llegan, dónde se sientan y hasta cuándo pueden estar en un lugar”. Son las que no se sabe si volverán a estar en los salones que hoy las reciben o regresarán para siempre a la penumbra húmeda y con olor a viejo de los sótanos. Y estas Invitadas de hoy son, o bien mujeres pintadas por hombres pero que responden a roles subalternos, subsidiarios o pecaminosos (mujeres pobres, niñas “provocativas”, mujeres atrevidas, prostitutas) o bien pinturas realizadas por mujeres y por lo tanto “carentes de valor”.

Una de esas obras es un ejemplo paradigmático de todo lo anterior por el alto costo que tuvo que pagar su autora, la granadina Aurelia Navarro, por haber tenido el descaro de retratarse a si misma desnuda.

Aurelia tenía por entonces 27 años, pertenecía a una familia burguesa y respetable, había tomado clases de pintura como muchas señoritas de su clase a las que no se les permitía estudiar para que fuera más sencillo entregarlas en matrimonio a alguien de su misma condición, y para sorpresa de muchos, ya se había destacado por la calidad de su obra.

Aquella con la que se presentó al Concurso Nacional de 1908, titulada sencillamente “Desnudo Femenino”, recreaba la Venus en el Espejo, de Velázquez. Pero aunque está de espaldas se ve con claridad su rostro y no sólo en un espejo. Es ella. Se la reconoce. No se oculta y eso fue el equivalente a dinamitar las convenciones de su época.

Desnudo Femenino mereció un tercer premio, pero Aurelia había cometido dos errores que la sociedad de su época y su familia no le perdonarían.

El primero, haber hecho que su rostro fuera reconocible, en lugar de haber mostrado uno que fuera diferente al suyo.

El segundo, haber firmado la obra con su propio nombre en lugar de haber usado un psudónimo masculino, que era lo que se usaba por entonces.

Aurelia se mostró y no sólo se mostró sino que se transfomó ella misma en un desafío a la moralidad de la época. Su padre la fue a buscar a Madrid, retornó con ella a la casa familiar de la que en adelante salió sola muy pocas veces, y aunque intentó volvera a pintar nunca pudo volver a hacerlo con la gracia y la madurez estilística que había puesto en juego en su desnudo. Se asfixió y languideció sin remedio.

Trece años después, a los cuarenta, y como es obvio sin haberse casado nunca, la mujer cuyo desnudo hoy se admira en el Museo del Prado entró en la Orden de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento en un convento de Córdoba y allí quedó hasta su muerte en 1968, paradójicamente, un año en que millones de jóvenes mujeres de todo el mundo se abocaban a dinamitar las instituciones (la familia, la religión, la cultura oficial) que se habían encargado de silenciarla y apagarla.

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