En las primeras fases de la aparición de un nuevo virus no es fácil determinar cuál será su estrategia de propagación. En esos primeros momentos es difícil establecer si ese nuevo virus será de los que matan rápidamente y rápidamente son neutralizados por su propia letalidad, o si la tasa de mortalidad que provoque será baja y por lo tanto se propagará extensa y velozmente pero sin causar demasiadas víctimas fatales.
Esta vez, a diferencia de lo ocurrido con otras terribles pandemias sucedidas a lo largo del tiempo (el ejemplo más reciente ha sido el de la pandemia de influenza de 1918, que mató a 50.000.000 de personas a lo largo del mundo) la humanidad ha contado con recursos que décadas atrás hubieran sido impensables.
La mayor parte de esos recursos, como es lógico, actúan a nuestro favor. La velocidad con las que se trasmite la información y se comparten los datos ha permitido que en muchos países se haya podido reaccionar con suficiente antelación como para que se evitaran situaciones catastróficas o para que, cuando esas situaciones no han podido ser evitadas, sí fuera posible “bajar la curva” de infecciones y muertes. La existencia de una instancia de gobernanza global como la Organización Mundial de la Salud (aún con los fallos que le puedan ser atribuídos) ha permitido cohesionar la respuesta internacional). Los adelantos científicos y tecnológicos han hecho posible que una vez que se conocieron las principales consecuencias de la infección se pudiera de disponer de mecanismos de atención ràpida y quizás, a menos de un año y medio de identificado el nuevo virus, quizás podamos contar con una o varias vacunas que nos protejan.
Otras caracterterísticas de nuestras sociedades, como la facilidad de los viajes internacionales en especial los que se realizan vía aérea, el avance incontenible de las zonas urbanas o los campos de cultivo que destruye ecosistemas o limita peligrosamente su diversidad, así como la influencia de la desinformación y las noticias falsas, han sido factores que han obrado a favor de la pandemia, pero a ellos haremos referencia en futuras notas de este suplemento especial de Diálogos.
A esta altura de la pandemia, cuando a sólo 10 meses de la aparición del nuevo coronavirus se contabilizan casi 50.000.000 de contagios en todo el mundo, con casi 1.200.000 fallecidos, ya sabemos mucho más.
Sabemos por ejemplo, que la tasa de mortalidad promedio, fuera de la de los grupos de riesgo, no es demasiado alta, pero que el Covid-19 ha hecho estragos entre los sectores particularmente vulnerables (y/o vulnerabilizados): los adultos mayores en especial los que se encuentran institucionalizados, el personal de salud, las personas pobres, quienes por no tener trabajos seguros se ven imposibilitados de seguir las medidas de confinamiento cuando éstas se vuelven inevitables (por ejemplo latinos y negros en norteamérica) y aquellas personas permeables a las prédicas de quienes por diferentes razones, niegan su gravedad.
Sabemos también que han resistido mejor aquellos países que han sabido tomar medidas rápidas y efectivas de rastreo y detección de casos, como los países del Este asiático como China, Corea o Japón, o que cuentan con sistemas de salud pública integrada y fuerte. En Latinoamérica un ejemplo de ello podrían ser (hasta el momento) Cuba y Uruguay.
Sabemos además que cuando se mezclan en el tratamiento de la pandemia los delirios de grandeza, los negocios o las conveniencias políticas, el resultado es el peor posible, como es el caso paradigmático de los EEUU.
Sabemos que el nuevo coravirus quizás sea capaz de dejar en algunas personas secuelas muy procupantes en el largo plazo en forma de afecciones cardíacas, neurológicas y del sistema respiratorio.
Sabemos también, o comenzamos a sospechar, que a diferencia de lo que ocurre con otros virus, como el de la influenza, la Covid-19 puede coexistir con otras enfermedades similares, sumando y potenciando sus efectos adversos sobre nuestros órganos y tejidos.
Sabemos que la pandemia ha acelerado fenómenos sociales que eran previsibles, como la educación a distancia o el trabajo desde el domicilio, pero para los que no estábamos suficientemente preparados, ya que no existen reglamentaciones al respecto.
Sabemos que las sociedades que han podido proteger, en la medida de lo posible, el trabajo y los ingresos de sus habitantes (Candá es un buen ejemplo de ello) lo han hecho a través de gastos extraordinarios que requerirán, en un futuro cercano, el aumento de los impuestos de los sectores más ricos de la sociedad, que son, por otra parte, los que más se han beneficiado de la pandemia.
Y por último ya hemos visto que las economías de todo el mundo han sido afectadas de modo tal que tendremos, en eso que hemos dado en llamar “nueva normalidad”, índices de pobreza correspondientes a dos décadas atrás, en especial pero no exclusivamente en los países de Latinoamérica..
Todo eso que comenzamos a saber es la consecuencia de un virus, un organismo que sólo es posible ver a través de microscopios electrónicos, tan elemental que ni siquiera podemos decir con seguridad que sea un ser vivo y que, por supuesto, no tiene no voluntad ni objetivos de ningún tipo.
En próximas notas trataremos de acercarnos brevemente a algunas de las circunstancias en las que los virus han sido determinantes en nuestra historia.