En la primera nota de esta serie quisimos rastrear nuestra herencia (si en verdad tuviéramos una) más allá de lo sucedido durante los últimos 500 años. Y fue así que tomando como excusa los «retratos de Fayum», nos asomamos a ese caldo de cultivo de interetnicidad e interculturalidad que es y ha sido lo mediterráneo. .
En la segunda nota, sin dejar de lado lo que en su momento representaron (una segmentación social llevada casi hasta el absurdo), nos interesó hacer una lectura diferente de las Pinturas de Castas de la Nueva España, en clave de aceptación, familiaridad y disfrute de lo diferente.
Pero limitarnos a eso implicaría cercenar el concepto de herencia a una sola de sus vertientes.
Esta es la tercera de las notas que hemos dedicado a bucear en nuestra herencia -si tenemos una. La intención ha sido complejizar el tema para no quedarnos en lo que suele ser habitual, por lo que no nos angustia que hayan quedado planteadas más preguntas y dudas que respuestas y certidumbres. El tema sigue y seguirá abierto a lo que ustedes deseen agregar.
En el Mediterráneo se fue gestando durante los últimos miles de años la esencia, el código fuente, de lo que hoy, con más vanidad que precisión, solemos llamar occidental.
Y si en medio de la crueldad y las infamias y las pestes de la conquista se fundaron universidades, se promovió la curiosidad, se creó conocimiento y se pudo filosofar acerca de la piedad, el libre albedrío y los derechos de los pueblos, fue porque esa cultura invasora y cruel contenía en si misma suficiente variedad y riqueza como para ser contradictoria y paradojal. En el mismo buque podían viajar Pánfilo de Narváez, Fray Bartolomé de las Casas y el esclavo africano que depositó la viruela en Veracruz en 1520.
De allí nos vienen algunas características interesantes: el amor por la contradicción (que no nos es exclusivo), una saludable aceptación y disfrute de las diferencias (que nunca nos pudo liberar ni del racismo ni del fanatismo religioso) y una “lingua franca” que nos ayuda a entender que “naide es más que naide” porque en América aprendió a convivir con otras lenguas (y esto es importante) sin ahogarlas.
Sin embargo, si queremos hablar de herencia, está la otra. La que durante mucho tiempo quedó relegada a lo museístico, lo anecdótico, o lo folklórico. A lo despreciado como presente relegable, o a lo valorado sólo como pasado metafórico.
Lo que se aparecía en forma de gente empobrecida que vendía cestas de mimbre en las afueras de Buenos Aires. Lo que surgía en forma de mineros sucios y enardecidos armados de dinamita en los cerros que rodeaban La Paz volteando un gobierno para luego desaparecer dentro de la oscuridad de las minas nuevamente. Lo que se adivinaba en la dignidad de las soldaderas que acompañaban a Villa y a Zapata en aquellas fotografías en sepia admirables y queridas. Lo que se me mostraba en forma de gentes desnudas, simpáticas y emplumadas, que recibían a Colón con humildad y agradecimiento por haberlos «descubierto», en las láminas coloridas que mis maestras colocaban en el pizarrón cada 12 de Octubre.
«Aquello», eso que se nos enseñó a desconocer y que sólo en las últimas décadas ha comenzado a ser reconocido como parte constitutiva de lo nuestro; lo que aún permanece segregado, desconocido y mutilado, tuvo un desarrollo muy diferente que comenzó cuando todavía faltaban 10.000 años para que finalizara la última glaciación; cuando la mayor parte de Europa, Asia y América del Norte estaban cubiertas por masas de hielo de cientos de metros de espesor.
En aquel momento (estamos hablando de un “érase una vez” casi tan indeterminado y fantástico como el de los cuentos), hace aproximadamente 20.000 años, pequeños grupos de cazadores debieron quedar aislados en las costas de lo que hoy es el noreste de Siberia y quizás permanecieron allí, arrinconados entre los glaciares y el mar, varios cientos (quizás algunos miles) de años.
Durante ese tiempo las condiciones de vida, la consanguineidad y el aislamiento debieron haberlos llevado al límite de la desaparición pero también debió haber operado en ellos un proceso de selección que los hiciera particularmente resistentes… y resistieron. Y en algún momento, navegando a lo largo de la costa detrás de manadas de focas o de cardúmenes de peces, bordearon los hielos que unían Asia con América y llegaron aquí. En el otro extremo de Eurasia, en aquel momento, alguien pintaba bisontes y mamuts en las cuevas de Altamira, en Cantabria.
Los Chukchi (a una mujer de esa etnia pertenece la foto que ilustra esta nota) son el grupo de indígenas siberianos cuyo genoma parece estar más emparentado con el genoma de los indígenas americanos, y viven hoy precisamente en las mismas costas de las que casi con seguridad salieron los primeros habitantes de este continente.
Encontraron, sin haber podido saberlo nunca y sin haber podido comprender jamás lo que ello significaría para sus descendientes, un continente desahabitado lleno de posibilidades, pero también con algunas limitaciones que recién hace muy poco tiempo comprendemos. Un continente cuya geografía moldeó un tipo de desarrollo que, con el correr del tiempo, los colocó en desventaja respecto a los invasores que en 1492 llegaron desde aquel mundo que doscientos siglos antes habían dejado atrás.
Aquellas gentes aisladas por el hielo en las costas siberianas que llegaron hasta aquí sin saberlo, poblaron las costas, las montañas, las planicies, los bosques y las selvas de todo el continente y desarrollaron la multiplicidad de estilos de vida y culturas que ahora llamamos «pueblos originarios». De ellos nos ha llegado también una herencia, que por haber sufrido una desvalorización y una negación sistemática no conocemos bien… porque seguramente no se agota en lo poco que hemos aprendido a ver y a escuchar.
No todo son ruinas imponentes, o vestigios de sabidurías ancestrales, o colores, sonidos y sabores, con todo el valor cultural que eso tiene. Hay mucho más que eso de ellos en nuestra herencia, que perdura en las instituciones o la política, en los modos de pensar, en la relación con nuestros semejantes y con el ambiente, en los colores de piel y en el modo en que manejamos nuestras emociones, en las formas en que nos curamos, y seguramente también en el modo en que hacemos el amor….
Lo mediterráneo para ser lo latinoamericano, y lo hispano para devenir latino necesitó esos aportes que recién estamos comenzando a reconocer y valorar. Y quizás, en algún momento se nos ocurra una nueva palabra que nos defina bien.
Queda entonces abierta la puerta para que desde Diálogos nos sumemos al esfuerzo de reincorporar esa herencia invisibilizada en un “nosotros” que nos incluya a todos y a todas.