Elecciones en Bolivia, plebiscito en Chile, y un joven de 16 años arrojado desde un puente

Esa aspiradora informativa que son las elecciones en los Estados Unidos, con la tensión que les aporta el actual presidente, el poco apego a las normas que traslucen, y el asombro que generan a diario, hace que otros procesos que nos deberían ser igualmente importantes, caigan en un cono de sombra que los oculta parcialmente.

Dos de esos procesos tendrán desenlaces inminentes: las elecciones en Bolivia, previstas para el domingo 20 de octubre, y el plebiscito que 5 días después determinará si se abre o no la posibilidad de una reforma de la constitución en Chile.

Ambos procesos han estado originados por circunstancias trágicas, del pasado y del presente, y ambos serán determinantes no sólo para el futuro de cada uno de los países involucrados sino para el futuro de toda la región. En ambos está presente, como una maldición diaria, la violencia institucional, y sobre ambos sobrevuela, augurando un futuro desolador, la pandemia.

Chile y la violencia real y simbólica que no cesa

Chile, el país al que su presidente definiera como un oasis de prosperidad y paz pocos días antes del mayor estallido social que se recuerde, una sociedad en la que el crecimiento económico que se pregonaba como ejemplar nunca alcanzó para cerrar brechas de desigualdad, en donde se ha comerciado hasta límites increíbles con el agua, con las pensiones, con la salud, con el transporte, con la educación y con las esperanzas y los sueños de las personas, necesitó una insurgencia juvenil generalizada y ejemplar y varios cientos de adolescentes que perdieron al menos uno de sus ojos para poder plantearse algo tan aparentemente sencillo, obvio y normal como una reforma constitucional que elimine de las leyes del país las señas de identidad de una de las dictaduras más sangrientas de la historia contemporánea.

Pero como en un contexto como el chileno la violencia real y simbólica parecen guionadas por un demonio desquiciado, hace pocos días pudimos ver cómo un carabinero arrojaba a un joven manifestante (podríamos decir un niño) al río Mapocho desde un puente.

La violencia real es la del gesto brutal. Tomar a un ser humano más pequeño y más liviano, en plena carrera, alzarlo sobre la baranda del puente y arrojarlo sobre las rocas apenas cubiertas de agua que abajo lo esperaban para quebrar sus huesos.

La violencia simbólica estuvo esta vez en el río. Ese río que cada chileno y cada chilena saben que después del 11 de septiembre de 1973 fue dejando en sus orillas, durante días, los cadáveres de quienes trataban de resistir el Golpe de Estado.

Seguramente el carabinero que tiró a ese adolescente desde el puente no tuvo la intención de que su acción tuviera que ver con lo simbólico. Quizás ni siquiera haya pensado en matarlo. Podemos especular con que sólo haya querido escarmentarlo. A él y quienes puedan caer en la tentación de creer que se puede resistir al poder impunemente.

Y en eso radica lo terrible. En que existe un entramado ideológico e institucional que normalizó el escarmiento y lo sigue practicando en forma de castigos ejemplarizantes. Y eso no son los restos de la dictadura, Eso es la dictadura. El huevo de la serpiente institucionalizado y amenazante siempre.

A pocos días de celebrarse el plebiscito que determinará seguramente que habrá una reforma constitucional en Chile, porque no parece posible que triunfe la opción por el rechazo, el cuerpo de ese joven es una advertencia: los efectos de las dictaduras militares no terminan cuando la última marcha deja de oírse en las radios, ni cuando los generales parecen retirarse a sus cuarteles de invierno. Dejan una mancha casi indeleble.

Bolivia exactamente un años después

En el caso boliviano las elecciones de este 18 de octubre son el resultado del golpe cívico-militar que desconoció el resultado de las elecciones del 20 de octubre de 2019.

Fue necesario para perpetrar ese Golpe de Estado el esfuerzo conjunto de una amplísimo abanico de actores nacionales e internacionales. Intervinieron buena parte de los medios de prensa de dentro y de fuera, la OEA y su incalificable canciller, grupos de ultraderecha racista, el ejército, una oposición incapaz de asimilar el crecimiento económico ininterrumpido, unas clases medias molestas con el ascenso social de los grupos indígenas, la voracidad empresarial por los recursos mineros del país, la bendición del Presidente Trump y la velocidad de los países del Grupo de Lima (incluyendo lamentablemente a Canadá) que se sumaron casi instantáneamente al coro antidemocrático y destituyente.

Estuvo en riesgo la vida de Evo Morales y de varios miembros de su equipo, que pudieron salir del país gracias al esfuerzo de los gobiernos de México y Argentina, pero eso no evitó la muerte de cientos de personas que intentaron resistir el golpe en medio de escenas dramáticas y dolorosas.

Pasaron pocos meses para que investigaciones de universidades estadounidenses y medios de prensa de los que no es posible sospechar simpatías con el gobierno de Evo Morales, como el New York Times, el Washington Post o The Guardian, comenzaran a revelar lo que ya sabíamos: las razones que se habían esgrimido para desconocer la victoria en primera vuelta del Movimiento al Socialismo, no eran reales sino un armado cínico y además, torpe.

Los desaguisados de Jeanine Añez y su fundamentalismo religioso, unido a una oposición que tiene más intereses que convicciones, no han sido capaces de alterar demasiado el panorama electoral al que se enfrenta Bolivia. El candidato del MAS, a pesar de todas las restricciones que su movimiento político ha enfrentado, recoge en las encuestas más del 40% de la votación, el segundo lugar lo ocupa Carlos Mesa con poco más del 30% (al igual que ocurriera hace exactamente un año) y ese resultado podría dar como resultado el triunfo del MAS en primera vuelta.

Eso ha provocado que Añez, que ocupaba un lejano cuarto lugar bajara ya su candidatura, y en este momento se le reclama a Fernando Camacho, que ocupa el tercer lugar, que haga lo propio.

Los dados están en el aire y Bolivia se prepara para votar en un escenario signado por la pandemia y lo que serán sus consecuencias en términos de empobrecimiento generalizado.

Las paradojas de octubre

En la última semana de este mes viviremos consultas populares en dos países en los que, de una u otra forma, estará también en discusión el rol de los Estados Unidos en nuestra historia.

Las elecciones en Bolivia pueden ser el comienzo de la reparación de un Golpe de Estado en el cual el gobierno republicano y ultraconservador de Donad Trump tuvo un protagonismo fundamental, o podrían se simplemente su legitimación final.

Mientras tanto, el plebiscito en Chile es un paso esencial en la anulación de los efectos perversos que aún perduran de otro golpe de Estado, también auspiciado y respaldado por un gobierno republicano y conservador de los EEUU, el de Richard Nixon.

Sería interesante detenernos en los paralelismos y las diferencias que existen entre ambas presidencias. Tanto Richard Nixon como Donald Trump han sido acusados de faltas gravísmas, pero el primero escapó a un impeachement renunciando, en tanto que el segundo lo resistió y logró superarlo. Uno de ellos fue derrotado en Viet-Nam mientras el segundo está siendo derrotado por un virus. Uno de ellos reinició las relaciones diplomáticas y económicas con China, mientras el otro parece estar dispuesto a terminarlas…

Pero no es el propósito de estos párrafos hacer una comparación entre ambos personajes sino concluir con lo que podría ser paradojal. Pocos días después de las elecciones en Bolivia y del plebiscito en Chile, se producirán las primeras elecciones en los EEUU en las que no sólo se habla de la posibilidad de un fraude, sino que se ha llegado a sospechar que el resultado de las urnas podría no ser reconocido.

Es decir que está planteada la posibilidad de un Golpe de Estado. Algo que posiblemente no sucederá, pero que hasta ahora parecía impensable y sólo reservado para democracias «inmaduras».

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