¿Dónde vimos a estas dos jóvenes mujeres antes? ¿Qué hay en su piel, en sus ojos, en su pelo, en su mirada, que nos lleva a pensar que quizás nos hayamos cruzado con ellas en algún lugar, en algún otro momento?
Esta nota es la primera de una serie de dos en las que intentaremos interpelar imágenes que nos ayuden a comprender mejor eso que llamamos «nuestra herencia» (si tenemos una).
No sabemos sus nombres, pero una de ellas tiene algo que nos recuerda a una actriz cubana, protagonista de algún film cuyo título se nos ha extraviado en la memoria. La otra podría ser una cantante de tangos argentina, de la década del 30.
El estilo de estas pinturas es en cierto modo desconcertante. El tratamiento del color y los juegos de luces y sombras sugieren cierta modernidad, pero hay algo en sus miradas que parece llevarnos hacia un pasado que nos cuesta identificar con claridad.
Y en estos otros rostros, que pese a un halo de misterio nos son tan familiares a simple vista, podríamos estar viendo a alguien que nos hemos cruzado en la calle, o que hemos visto alguna vez en una feria, o en un afiche de un teatro en Bogotá.

Hemos elegido estos retratos de mujeres y hombre jóvenes que miran hacia nosotros como si estuvieran a punto de contarnos un secreto (algo que no sabemos pero que quizás deberíamos conocer), porque nos interesa (siendo octubre) hablar de herencia. Preguntarnos, como en el título, cuál es el origen de nuestra herencia -si fuera verdad que tenemos una.

Los rostros que hemos visto hasta aquí (pelo oscuro más o menos ensortijado, pieles de tonalidades variadas, ojos expresivos y almendrados, labios con una presencia rotunda e insoslayable) podrían ser fácilmente confundidos con rostros muy comunes en latinoamérica, porque son rostros mediterráneos.
Son algunos de los cientos de “retratos de Fayum”, llamados de ese modo porque los primeros de ellos se encontraron en esa localidad egipcia y pertenecen a los siglos II y III de nuestra era.
Brevísima mirada a una cuna de interculturalidad
Un mileno antes de que esos retratos fueran creados, Egipto había visto influenciada su herencia cultural y étnica africana y medioriental con las devastadoras invasiones de “los pueblos del mar” provenientes quizás de varios puntos de la costa norte del Mediterráneo. Cinco siglos más tarde había comenzado a ser parte del mundo griego y acumuló y desarrolló en la Biblioteca de Alejandría gran parte del conocimiento humano de la época. Y era, en el momento de ser pintados estos retratos, una colonia romana y el granero de aquel mundo diverso, exquisito y cruel.
Pero había sido ya, desde tiempo inmemorial, a través de la Ruta de la Seda y el Mar Rojo, uno de los puntos del Mediterráneo en los que confluía el mundo oriental con occidente.
Las personas que vemos en esos retratos se reconocían a si mismas como romanas y griegas. El hecho de que esos retratos hubieran sido pintados para ser colocados en sus sarcófagos una vez que hubieran muerto y hubieran sido momificados, los ubica con claridad en una tradición cultural egipcia. Pero entre ellos había judíos y algunos de esos judíos eran ya cristianos.
Eran el mismo tipo de gente que había llegado siglos antes a colonizar Hispania desde Tiro, en las costas de lo que hoy es el Líbano, y desde Cartago en el norte de África, y desde Roma, cuyos ejércitos de ocupación incluían sirios o macedonios.
Ese mar de gentes contribuyó, con los iberos y celtas que ya estaban y con los árabes o visigodos que llegaron después, a la conformación de lo que hoy conocemos como lo «hispano». Un aspecto particular de lo mediterráneo. Mucho más rico y complejo que los estereotipos reduccionistas con los que suele cargarse esa palabra.
El Mediterráneo y el mestizaje
Aquella gente que desde hacía miles de años intercambiaba en las orillas del Mediterráneo genes y cultura, protagonizó y padeció invasiones, violaciones, esclavización y saqueos, pero al mismo tiempo creaba el alfabeto que hoy nos es familiar, desarrollaba esa forma de reflexión colectiva que conocemos como «teatro», se preguntaba sobre la libertad y sobre la naturaleza del gobierno y encontraba respuestas que aún nos iluminan, desarrollaba el estilo de razonamiento y experimentación que conocemos como ciencia, y generaba algunos de los conceptos esenciales en ese edificio que hoy llamamos derecho. Nada de lo humano les fue ajeno.
Esa hibridación genética y ese mestizaje cultural, ese universo mediterráneo de pieles aceitunadas y soles magníficos, de conocimientos, brillantez, ambiciones, felonías, caridad y empatía, acero y pólvora, modos de cantar y de comer, fanatismo y diversidad y, como sabemos hoy, gérmenes invisibles y devastadores, es lo que llegó a América como una plaga, arrasó con buena parte de sus habitantes originarios y hundió en la miseria hasta hoy -o se mezcló- con el resto.
En esas últimas 5 palabras (se mezcló con el resto) quizás resida lo más destacable y digno de celebración que hay en la rama hispana de lo que llamamos nuestra “herencia”.
Porque en este «aquí» de nuestra América, la hibridación y el mestizaje del Mediterráneo continuaron siendo el eje alrededor del cual hemos ido construyendo lo que somos.
A través de la violencia y a través del engaño (eso es algo de nuestra herencia que nunca deberíamos olvidar), pero también a través del amor. Con los y las que ya estaban, y con los y las que fueron secustrados y escalvizados en el momento más repugnante de nuestra historia.
Y también a través de la inmigración, porque en esta compleja y confusa historia nuestra no todo se limita a la conquista o a la colonización. Es necesario contabilizar también el aporte que los pobres y los desgraciados y los perseguidos europeos, en especial los pobres y los desgraciados y los perseguidos del mundo mediterráneo, aportaron a nuestra identidad. A nuestra riqueza.
Seguramente en eso radica la facilidad con la que el otro, y la otra, y les otres, nos hechizan y nos conforman, la turbulencia y el remolino que nos empuja a lo que no conocemos, la sexualidad que ni siquiera los dogmas más castos pudieron nunca dominar del todo.
Todo eso y más hace posible que encontremos, en los retratos de Fayum, rostros desde los que nos llega «eso» tan incierto y tan nuestro que nos gusta llamar herencia.