Si fuera verdad que tenemos una herencia ¿de dónde nos viene? (II)

Por lo general nadie se molesta en nombrar, representar o catalogar lo que no tiene existencia real. La Pintura de Castas, un género pictórico que se desarrolló sobre todo en la Nueva España en el siglo XVII, en el que se representaban y catalogaban las diferentes “castas” que un erotismo desvergonzado y un mestizaje incontenible originaban, pueden ser vistas desde dos perspectivas diferentes.

En esta nota queremos continuar lo que iniciamos en la anterior de esta serie: interpelar imágenes para que nos cuenten cosas acerca de nosotros mismos y de eso que llamamos «nuestra herencia».

Desde una de esas perspectivas, que tuvo su momento de mayor aceptación décadas atrás, las Pinturas de Castas son una demostración de que el Imperio Español estableció en sus territorios americanos y en especial en la Nueva España un sistema de estratificación social racista llevado a su máxima expresión. Un sistema piramidal en el que a cada cruce interracial correspondía un nombre, unas características precisas y una ubicación determinada (y por lo tanto rígida) en la escala social.

Desde otro punto de vista, que en las últimas décadas ha cobrado mayor aceptación, las Pinturas de Castas, no deberían ser vistas sólo como la codificación de las desigualdades sino como la representación de una sociedad que, pese a esas mismas desigualdades, aceptaba la diversidad como una parte inseparable -y digna de ser romantizada-, de sí misma.

Tenemos por un lado lo innegable. La llegada de los españoles a nuestro continente coincidió con los episodios definitivos de la expansión católica en la Península, con la expulsión de todo el territorio de moros y judíos que se negaran a convertirse a la fe cristiana, y con la instalación de la Inquisición como institución encargada de velar por la “pureza y limpieza de sangre”. En la península, la inclusión de musulmanes y judíos como castas contamiantes y por lo tanto indeseables fue la fundamentación necesaria de quienes se habían hecho con el poder, para hacerse también con los bienes y las tierras de los impuros expulsados.

En América, casi como en un juego de espejos, no se trataba de expulsar a los impuros para apropiarse de sus bienes, sino de incorporarlos para apropiarse de su fuerza de trabajo. Integrarlos como mano de obra servil en el caso de los indígenas que no habían muerto antes, o como mano de obra esclava en el caso de la población secuestrada y traída desde el África Subsahariana.

Pero es en ese esquema de crueldad abismal y desprecio por la humanidad ajena que caracterizó la colonización, que el “diablo mediterráneo” metió su cola y nos dejó su herencia.

No podemos en esta nota enumerar una a una las complejidades con las que la Santa Inquisición y sus frailes adustos debieron enfrentarse, en una América demasiado alejada espritualmente de la aridez castellana y demasiado próxima culturalmente a la tendencia a la interracialidad que había caracterizado a todos los pueblos de la cuenca del Mediterráneo a lo largo de miles de año. Pero sí podemos resumir el resultado que surgió de las violaciones, las relaciones furtivas y clandestinas, las uniones informales, o los matrimonios sacralizados por la misma iglesia que buscaba evitarlos: hibridación cultural y mestizaje.

Elizeth Urmeer, historiadora del arte mexicana, en su trabajo: La Pintura de Castas y la representación de la mujer negra en Nueva España, recoge testimonios interesantísimos, entre los cuales queremos citar aquí dos, por su valor anecdótico.

El primero de ellos pertenece a la Recopilación de las leyes de los Reynos de Las Indias de 1681, y en él se aprecia la preocupación por evitar que las mujeres negras resultaran demasiado atractivas:

“ninguna negra, libre o esclava, ni mulata traiga oro, perlas, ni seda; pero si la negra o mulata libre fuese casada con español, pueda traer unos zarcillos de oro, con perlas y una gargantilla y en la saya un ribete de terciopelo y no puedan traer, ni traigan mantos de burato, ni otra tela; salvo mantillonas que lleguen poco mas debajo de la cintura, pena de se les quiten, y pierdan las joyas de oro, vestidos de seda y manto, que trajeren.”

El otro, de finales del mismo siglo, recoge el testimonio del sacerdote de origen irlandés Thomas Gage, que visitó la ciudad de México y no pudo dejar de escandalizarse por lo que pudo comprobar:

«Hasta las negras y las esclavas atezadas tienen sus joyas, y no hay una que salga sin su collar y brazaletes o pulseras de perlas, y sus pendientes con alguna piedra preciosa. El vestido y atavío de las negras y las mulatas es tan lascivo y sus ademanes y donaire tan embelezadores, que hay muchos españoles, aun entre los de la primera clase, propensos de suyo a la lujuria que por ellas dejan a sus mujeres…»

Por supuesto, la posibilidad de que las esclavas negras recorrieran las calles del México colonial con brazaletes de perlas resulta inverosímil y seguramente la obligada castidad del pobre Thomas lo haría ver hembras endemoniadas allí donde no las había, pero sus palabras dejan ver cuál era su preocupación:  los ademanes y el donaire embelazadores de esa otredad irrefrenable.

Las referencias documentales indican que el origen de las Pinturas de Castas puede rastrearse hacia 1710, cuando el virrey Fernando de Alencastre Noroña y Silva, duque de Linares, quiso darle a conocer al rey Felipe V y a su corte, las diferentes mezclas raciales de la Nueva España.

La primera encomienda se la hizo a Juan Rodríguez Juárez, reconocido artista de la época, y pronto se unirían otros pintores como José Joaquín Magón, José de Páez, Andrés de Islas, Miguel Cabrera, Vicente Albán y Francisco Antonio Vallejo, ya que esas pinturas pronto comenzaron a tener gran demanda en una Europa que comenzaba a valorar el exotismo y el misterio de las relaciones humanas de estas tierras.

Esas fueron, sin saberlo sus autores, las primeras representaciones (romantizadas y nada fiables desde el punto de vista histórico pero representaciones al fin) de lo que pronto fue nuestra herencia (si tenemos una).

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