El debate no fue demasiado diferente a lo que se esperaba. Fue peor

Quizás el titular más atinado y contundente haya sido el de John Harris en el portal especializado Político: An Epic Moment of National Shame: The Debate Was an Embarrassment for the Ages – Trump shredded the rulebook and any sense of decorum.

Con mayor economía de palabras y con derroche de imágenes, a los pocos minutos de haber finalizado el debate presidencial que enfrentó el 29 de septiembre a Donald Trump y a Joe Biden,el comentarista de CNN , Jacke Tapper, ya lo había definido como “un desastre dentro de un contenedor de basura incendiándose dentro de un tren descarrilado”. Y su compañera Dana Bash, segundos después, fue aún más explícita, utilizando una expresión que seguramente se utiliza por primera vez en los Estados Unidos para calificar un evento de tal importancia: “fue un show de mierda”.

Para quienes presenciamos el espectáculo sin las cargas emocionales con la que sin duda lo habrá visto buena parte del público norteamericano, sin embargo, lo sucedido ni es tan asombroso ni estuvo totalmente desprovisto de interés.

Una consecuencia de lo ya sabido

Este Donald Trump no ha sido de ninguna forma una sorpresa. Fue el mismo que cuatro años atrás, amenazante y desdeñoso como un hampón, se paseaba por detrás de Hillary Clinton en el primer debate que los enfrentó. El que azuzaba a sus seguidores para que corearan “lock her up”. No fue diferente al personaje que durante los primeros meses de su presidencia saludaba a las autoridades de países aliados con un apretón de manos que se prolongaba demasiado tiempo, con lo cual, según se decía por entonces como si fuera una gracia, les imponía su poder y su dominio. Es el padre de Ivanka. Es el que durante cuatro larguísimos años insultó y desdeñó a la prensa que no lo halagaba. Es el que dijo, tras los acontecimientos de Charlottesville, que los neonazis de las antorchas, las armas automáticas y la ropa camuflada eran “nice people”. Es el del muro infame. El de los niños enjaulados. El que se va de descanso a sus campos de golf cuando la sociedad se resquebraja bajo su peso. El que hizo que su país se retirara del Acuerdo de París cuando los y las jóvenes del mundo reclamaban que no se les siga destrozando el planeta en que deberán vivir. El que se burló de una niña que padece Asperberg. El que se retiró de la Organización Mundial de la Salud en plena pandemia y se negó a colaborar con el resto de los países en los esfuerzos por hallar cuanto antes una vacuna. El que desde hace meses anuncia que podría no aceptar el resultado electoral y el que dice sin vergüenza que quiere asegurar una Suprema Corte que esté dispuesta a otorgarle un poder dictatorial. Es el mismo que pretendió jugar al gato y el ratón con el Kim Jon-un y sólo consiguió ser su amigo, el que anunció el envío de portaviones con armamento nuclear al Mar de la China para luego retirarlos en silencio, el que estuvo dispuesto a desatar una guerra con Irán en enero de 2020, que seguramente afectaría a todo el Golfo Pérsico y el Mediterráneo, cuando en la región ya estaba circulando, todavía asordinada, pero perceptible, la pandemia. El que azuzó a un ignoto Guaidó y al Grupo de Lima para que ensayaran un conflicto bélico en América Latina en el que sólo él y la industria del petróleo podrían ganar algo. El que provocó, hace apenas un mes, un revés inédito para su país en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y luego utilizó su presentación virtual ante la Asamblea General para mencionar las nuevas y «asombrosas armas» de las que dispone. Es el de los errores crueles, el de los tropiezos sucesivos, el del ridículo constante, el de los atropellos dentro y fuera de su territorio. El que promovió el reconocimiento casi instantáneo de un Golpe de Estado que se llevó por delante las instituciones en Bolivia. El que pensó que los virus se detienen tapándole los ojos al público y esperando los calores del verano o promoviendo curas milagrosas. El que ahora disiente con la ciencia y pretende que los laboratorios de su país lancen una vacuna que lo haga repuntar en las encuestas. El que sigue diciendo que hay “sólo” 2000.000 muertos por Covid-19 gracias a él. El que se daba el lujo de no mostrar su declaración de impuestos mientras le negaba ayuda a los portorriqueños. El que usó y abusó de su poder y de una riqueza bajo sospecha para pasear su personalidad anaranjada frente al mundo como si el mundo fuera una coneja de Playboy.

Y entonces la pregunta es inevitable ¿qué esperaban?

El debate fue otra cuenta en ese rosario interminable de torpezas, arrogancia, y mal gusto. Pero tuvo sus puntos de interés.

Pudimos ver, por ejemplo, cómo ante la oportunidad de condenar la violencia del supremacismo blanco, les envió a sus promotores un mensaje de aliento que ya han adoptado como consigna: Stand back and stand by.

Pudimos ver que cuando el negacionismo de la crisis climática se desmorona, el negador en jefe balbucea y culpa de los incendios que han arrasado el oeste de su país precisamente a quienes se esfuerzan por controlarlos.

Pudimos ver que también en los Estados Unidos se puede ver amenazada la democracia y la limpieza del proceso electoral. Y que seguramente veremos Proud Boys y señoras creyentes en QAnon moletando en los lugares de votación.

Pero sobre todo pudimos comprobar lo que ya sabíamos. No hay proyecto sino tacticismo ególatra que se agota en el corto plazo como si sólo importara el instante. Hay intenciones, visceralidad, instinto, arrogancia vacía, narcisismo de spa. Hay, como dijo Joe Biden en el debate, falta de inteligencia.

Y lo único destacable es que si hubo un plan y si ese plan consistió en avanzar como un tren descarrilado y humillante sobre el ánimo de un candidato rival avejentado y con algunos problemas propios de su edad y de su sexo, no tuvo el éxito que esperaba. Y ahora, posiblemente tiene miedo, lo que lo hará aún más impredecible.

Biden y lo que se puede esperar a partir de ahora

No brilló el candidato demócrata y seguramente no era brillo lo que de él o de su programa se podía esperar. Parece estar encadenado a una propuesta centrista, convencional y, más que moderada, anodina. Una propuesta incapaz de entusiamar a las zonas vivas de su partido. Y eso es un lastre.

Tiene a su favor que mantuvo el aplomo (lo que no es poco dada la poca racionalidad a la que se enfrentaba), recordó varias veces que el público existía y que dirigirse a la pantalla era una buena idea y resistió. Todo un logro.

Sin embargo, si su desempeño fue eficaz para atraer al sector de votantes tibios y aún indecisos (¿quién podría saberlo, cuántos son, existen todavía?), arriesga que otros sectores que podrían votarlo por el espanto que les causa Trump, lo hagan sin el entusiasmo necesario.

Es lo que parece percibir el columnista de McLean’s Andray Domisse que -al igual que nosotros- hubiera querido verle otra actitud: Whatever the reasons, the first debate was an abysmal disaster for Joe Biden. If that performance represents the height of the Democratic Party’s resistance to fascism in America, then God help us all.

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