Si el coraje no es la ausencia de miedo, sino el acto de seguir adelante con lo que es correcto a pesar de ese miedo, entonces los habitantes de Ontario parecen tenerlo en abundancia, nos dice la columnista del Toronto Star Shree Paradkar en una nota del 15 de septiembre.
La periodista reflexiona a partir de las últimas cifras conocidas de contagios por coronavirus en Ontario, donde se están registrando las mayores cifras diarias desde los primeros días del mes de junio, recoge la declaración de la Asociación de Hospitales de la provincia -en la que se establece que “Ontario está perdiendo terreno en su lucha contra la Covid-19”-, se pregunta si está bien o no que los padres confíen en la racionalidad de quienes toman las decisiones, y aunque no llega a una conclusión definitiva, nos deja entrever que su ansiedad se está transformando, con el correr de los días, en angustia.
¿Y todo por qué?
La pregunta que podríamos hacernos ante la aceptación generalizada de que los niños y adolescentes no pueden seguir perdiendo semanas o meses de clases, y cuando se equipara el sistema educativo con otras áreas de actividad como los restaurantes o los lugares de diversión es ¿dónde existe un estudio serio, basado en evidencia experimental, que indique que si se produce una pausa en los ciclos escolares, el tiempo perdido no se puede recuperar después, mediante cambios en los programas de estudio o extensiones en los períodos lectivos de los próximos años?
Un estudio como ese no existe, por supuesto, porque todas las pandemias anteriores, incluida la de 1918, se produjeron en épocas en las que la educación no estaba universalizada.
La pregunta que podríamos hacernos es ¿dónde existe un estudio serio, basado en evidencia experimental, que indique que si se produce una pausa en los ciclos escolares, el tiempo perdido no se puede recuperar después, mediante cambios en las curriculas o extensiones en los períodos lectivos de cada año?
Todos podemos comprender que actividades comerciales como las cafeterías o los pequeños restaurantes, por ejemplo, no podrían sobrevivir a un cierre prolongado. Tanto sus propietarios como las personas que trabajan en esos establecimientos necesitaban que una vez que la curva de contagios mostrara signos de estabilidad en verano, se les permitiera reanudar actividades. La apertura era oportuna, además, porque permitía testear de qué modo repercutía la reanudación de ciertas actividades en la circulación comunitaria del virus.
Pero… ¿se puede equiparar eso a la reanudación de las clases, que implica el relacionamiento diario y prolongado, de cientos y miles de niños que provienen de familias en las que seguramente habrá un amplio abanico en lo que tiene que ver con el respeto de las mediadas de precaución, justamente en el comienzo del otoño, y cuando las cifras de contagios parecen estar subiendo de modo alarmante?
Lo que nos enseñó una vieja novela
El 9 de marzo de 1860, 14 adolescentes y niños de entre 8 y 15 años de un colegio para familias adineradas de Nueva Zelanda y un grumete negro de 12 años, quedan a la deriva a bordo de la goleta Sloughi, propiedad del padre de uno de ellos, en la que se disponían a pasar un fin de semana.
Sin ninguno de los tripulantes habituales de la embarcación a bordo, una tormenta los arrastra durante horas y los arroja a las playas de una isla desierta en la que permanecerán perdidos dos años, enfrentados a una serie de calamidades y desafíos entre los cuales está la necesidad de auto organizarse, y aprender a respetar y valorar las diferentes habilidades que cada uno de ellos tenía ya o iba desarrollando a medida que la narración avanzaba y los peligros se sucedían.
Ese es el guión básico de Dos Años de Vacaciones, un relato escrito en 1888 por Julio Verne y si viene a cuento es porque a nadie que la hubiera leído (en aquellas épocas en las que Verne era de lectura casi obligatoria), se le habría ocurrido pensar por un momento que aquellos chicos ¡habían perdido dos años de clases!
Por el contrario, habían aprendido cosas que jamás les hubieran enseñado en el colegio exclusivo al que asistían y al que seguramente volvieron una vez que terminaron su aventura dejándonos con el sabor amargo de tener que separarnos de ellos y volver, nosotros mismos, a la realidad (y a la escuela).
Hoy Verne estaría cancelado, pero ese es otro tema. Su colonialismo y su racismo eran los propios de una época que afortunadamente va quedando atrás y al igual que ocurre con Jack London, hoy apena e indigna leerlos.
Habían aprendido cosas que jamás les hubieran enseñado en el colegio exclusivo al que asistían y al que seguramente volvieron una vez que terminaron su aventura dejándonos con el sabor amargo de tener que separarnos de ellos y volver a la realidad (y a la escuela).
Pero lo rescatable de Dos Años de Vacaciones y lo que relaciona aquel relato con lo que pasa aquí y ahora, es la sensación que nos deja. Algo que nos dice que quizás podríamos hacer algo mejor que obcecarnos, con la ceguera propia de los burócratas, en que el único espacio adecuado para los niños en medio de una pandemia, sean las aulas escolares.
Quien esto escribe tiene la sospecha de que si los y las dejáramos algunos meses en paz, a su aire, ayudándolos a organizar sus vidas pero liberándolos de la obligación de ser parte de este montaje de normalización apresurada, aprovecharían más este momento único que les ha tocado vivir.
Eso no significa desconocer que padres y madres tienen que salir a trabajar o trabajar en casa y que la escolarización facilita la posibilidad de que lo hagan. Pero no parece razonable que el motivo para enviar a los niños a clase antes de que estén dadas las condiciones de seguridad necesarias, sea ese.
Los seres humanos y en especial los jóvenes, son capaces de aprender todo el tiempo, bajo cualquier circunstancia. Y quizas un año de vacaciones les sería de más provecho que volver a un salón de clases -en donde todas las cifras indican que aprenden poco- con angustia y temor.
Ese es el sentido de la imagen que hemos elegido para ilustrar esta nota. Cuando se enfrenta una realidad nueva e inesperada, es necesario explorarla y no obsesionarse por regresar a la realidad perdida.