El 25 de mayo de este mismo año, pocas horas antes de que un hombre negro en Minneapolis fuera estrangulado lentamente, la muerte se acercó y fijó sus ojos por algunos minutos en otro, que paseaba por un parque.
El segundo episodio lo conocemos todos, porque la muerte de George Floyd desató un movimiento de repulsa global cuyos ecos aún se pueden percibir en casi todas las áreas y porque sus palabras: I can’t breathe, han pasado a ser una metáfora de nuestro tiempo.
Esas cinco palabras no fueron dichas por primera vez, lamentablemente no habrá sido ese 25 de mayo la última en que alguien las diga mientras muere, pero quizás el hecho de que la humanidad toda estuviera en ese momento viviendo la amenaza de una pandemia que mucho tiene que ver con la posibilidad o no de respirar, haya contribuído al estallido de indignación y asco que se produjo de modo casi instantáneo.
Pero muy temprano en la mañana de ese día en que en palabras de la poeta cubana Nancy Morejón “aquel caníbal de uniforme opaco quemó en silencio su rodilla sobre el cuello inerte” de George Floyd, otro hombre también negro y entusiasta del avistamiento de pájaros, también estuvo en riesgo de morir, en el Central Park de Nueva York cuando una joven mujer canadiense, Amy Cooper, alta empleada de una compañía vinculada a las finanzas, llamó por teléfono a la policía, gimoteando y tratando de despertar en quien la escuchaba uno de las tentaciones más estúpidas y repulsivas del alma humana, el racismo.
Ese episodio, disparado porque el hombre le había hecho notar a la joven mujer que en esa área del parque su perro no podía estar suelto, también fue extensamente comentado y tuvo un final relativamente feliz si lo comparamos con situaciones similares en las que hombres blancos uniformados sienten en el estómago el mandato brutal de “defender a nuestras mujeres”, pero ha tenido en estos días una nueva derivación que es, en sí misma, una enseñanza.
La conversión de lo doloroso en comunicación
Christian Cooper, el protagonista de aquella pequeña historia angustiante, en lugar de olvidarla o transformarla en resentimiento íntimo, la metamorfoseó en una novela gráfica en formato digital titulada It’s a Bird.
Christian Cooper, el protagonista de aquella pequeña historia angustiante, en lugar de olvidarla o transformarla en resentimiento íntimo, la metamorfoseó en una novela gráfica en formato digital titulada It’s a Bird, ilustrada maravillosamente por Alitha Martínez, una dibujante afro-latina conocida por trabajos como Iron Man o Black Panther.
En ella, de acceso gratuito en internet, un adolescente negro llamado Jules, sale una mañana a observar pájaros en un parque, y recibe de su padre un par de viejos y extraños prismáticos. Con ellos y con una dosis necesaria de valor, descubre que cuando se mira con atención, se ve más, y se entiende mejor lo que está frente a nosotros.
Aparecen entonces ante sus ojos los rostros de víctimas de la violencia policial como Amadou Diallo, Breonna Taylor, Eric Garner, Philando Castile, Tamir Rice, Patrick Dorismond, Sandra Bland, o Freddie Gray, que, en última instancia, le ayudan a poner en contexto lo que él mismo vive.
Esa trasmutación de una situación que se padece en creatividad y comunicación, en palabras e imágenes que ayuden a otros a saber cómo superar padecimientos similares, es lo que nos hace humanos. Por esa razón vale la pena acercarse al modo en que Christian Cooper transformó aquel desagradable incidente en el Central Park de Nueva York en una herramienta de construcción de memoria colectiva.
Puedes encontrar más información en DCComics.com, The New York Times, y The Washington Post.
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