Un film se ha transformado en las últimas semanas en manzana de la discordia y en un nuevo blanco de la desesperación conservadora y los ataques de la cadena Fox.
Mignonnes -en su país de origen-, Guapis -en España e Iberoamérica-, o Cuties -en inglés-, si uno se despoja de esa mirada inquisitorial hoy tan en boga y trata de entender lo que pasa ante sus ojos, transcurre en una extraña y riesgosa frontera entre el drama y la comedia, entre la inocencia y el descaro y es, gracias a esa misma ambigüedad, realmente disfrutable.
Oscila entre la angustia y la diversión, algo quizás inevitable en una historia que gira alrededor de un grupo de pre-adolescentes a las que les ha tocado vivir situaciones complejas: inmigración, pubertad, choque cultural, marginación, esperanza, pobreza, amistad, viviendas inadecuadas, teléfonos celulares y redes sociales.
Las niñas y en especial Amy, una pequeña senegalesa de 11 años, cometen errores (uno tras otro; ¡innumerables!) pero es posible empatizar con ellas no sólo a pesar de esos errores sino, en buena medida, porque son capaces de cometerlos y no pueden evitarlo.
Las niñas y en especial Amy, una pequeña senegalesa de 11 años, cometen errores (uno tras otro; ¡innumerables!) pero es posible empatizar con ellas no sólo a pesar de esos errores sino, en buena medida, porque son capaces de cometerlos y no pueden evitarlo.
Están en busca de una identidad propia que las saque de un mundo ajeno y las resitue en una realidad que ellas mismas sean capaces de manejar. Y lo hacen como pueden, es decir equivocándose a cada paso, en una buena dirección.
Esos errores, en el film, merecen reprimendas, enojan y angustian a una madre o a una tía demasiado apegadas a las tradiciones y la religiosidad, pasan desapercibidos para algunos padres que están demasiado ocupados tratando de trabajar y sobrevivir (como suele suceder con los inmigrantes en todas partes), no afectan a otros, como el padre de la protagonista, que están tan sumergidos en sus propios privilegios culturales, que todo les resbala, y pueden llegar a desesperar al espectador/espectadora, legítimamente…
Pero -y esto es destacable- nadie llama a la policía ni a los servicios sociales (como podría suceder, sin ir más lejos, aquí).
Porque como su madre le dice a Amy después de que la niña le ha robado sus ahorros para comprar ropa sexy … «Deja que el agua corra, los pecados se lavan con ella».
En el film todo se disculpa y se perdona. Lo que se ve son cosas que pasan porque las chicas están creciendo en un momento complejo y contradictorio de la historia. Viven en un universo en el que los apoyos no están o no son los adecuados, son espectadoras de dramas familiares que se negarán a repetir, están expuestas a una atmósfera de redes sociales en la que los likes y el gustarle a los demás se vuelve algo esencial para ser alguien, y ven constantemente que con el cuerpo se pueden conseguir cosas.
For Amy, belonging to the Cuties means more than a new activity or a new set of friends—it means forging for herself a new, self-chosen identity, which she clings to desperately, at great risk and great cost.
Todo eso les llega como por ósmosis, las llena de curiosidad, las hace hacer lo que todos hemos hecho siempre (aprender a partir de nuestros errores) y a veces las pone en ridículo, y lo que es más grave, en riesgo.
Como bien reseña Richard Brody en The New Yorker: As a sort of virtual hazing at school, the Cuties push Amy into the boys’ bathroom to video-record a boy’s genitals. Her membership in the group involves her self-aware misconduct, transgressions that she undertakes quickly and coldly: stealing a cell phone from a cousin, stealing money from her mother, fighting with another girl, making herself an object of social-media scandal, even several acts of potentially grave violence. For Amy, belonging to the Cuties means more than a new activity or a new set of friends—it means forging for herself a new, self-chosen identity, which she clings to desperately, at great risk and great cost.
Mignonnes, de la joven directora franco-senegalesa Maïmouna Doucouré, ha sido premiada en los Festivales de Berlín y Sundance y además ha cosechado reseñas elogiosas en la prensa especializada de todo el mundo.
Pero lo más curioso ha sido la reacción de una parte del público norteamericano, por lo general personas identificadas con el Partido Republicano o con las teorías conspirativas que desde ese partido se irradian en todas las direcciones posibles.
Un pedido para que Netflix retirara la película de su plataforma de streaming recogió más de medio millón de fimas antes aún que el film se exhibiera. El senador Ted Cruz le ha solicitado al Departamento de Justicia que actúe con celeridad para impedir que la película innunde los hogares estadounidenses con imágenes de pornografía infantil, y llamados similares han hecho otros senadores y congresistas republicanos. Por su parte, la organización Q Anon, cuyos integrantes parecen creer que Donald Trump combate desde la Casa Blanca una red secreta de pedófilos que se han adueñado del Partido Demócrata y gobiernan el mundo, está relacionando a la película, a su directora y a la plataforma Netflix, con George Soros, el 5G, Barak Obama, las Naciones Unidas, y el “Deep State”.
Y es este macartismo de nuevo cuño que se ha reinstalado en los Estados Unidos lo que más debería preocuparnos. Porque el presidente que los ciudadanos de ese país han elegido podrá o no pasar de largo, será o no reemplazado por alguien más sensato que él, pero la cultura del odio y la irracionalidad, que con él ha tomado nueva fuerza, nunca se había ido del todo y parece haber retornado para reclamar lo que considera suyo.