Cuando un amigo de mi edad cuyos padres podían comprarle los libros ilustrados con las Aventuras de Tintin me concedía el favor de prestarmes uno de aquellos tesoros, mi felicidad, por dos o tres horas, estaba asegurada.
Tintin era muy joven, belga, reportero y viajaba con su perro Milú por lugares como el Congo, la India o Egipto, donde vivía aventuras divertidas y aleccionadoras de las que siempre salía airoso gracias a su audacia, su inteligencia y su bondad.
Creo que en aquellos momentos en que devoraba las Aventuras de Tinitín en la azotea de casa, no me daba cuenta de que él era blanco, porque… ¿cómo iba a no serlo? ¿Cómo podría haber sido reportero, o audaz o inteligente sin no hubiera sido blanco? ¿Cómo hubiera podido viajar al Congo, por ejemplo, para filmar las costumbres de aquellos nativos visiblemente torpes, visiblemente ignorantes, visiblemente agradecidos de que ese muchacho maravilloso y su perro (también maravilloso, inteligente y blanco) hubieran llegado justo a tiempo de resolver sus problemas y, de paso, civilizarlos un poco.?
Fue mucho tiempo después que supe qué habían hecho los belgas en el Congo. Y pasó más tiempo aún hasta que en algún lugar leí que las tiras originales de Hervé se habían publicado en los años 20 y 30 en un semanario ultracatólico cuyo editor buscaba afirmar los sentimientos coloniales en el alma de la juventud belga en aquellos años de racismo y crueldad sin límites.
Pero no es mi viejo amigo Tintín el tema central de esta nota sino su espíritu. La idea que le daba cuerpo y sentido a mi íntima satisfacción cuando seguía sus aventuras. El sentimiento natural y por natural imperceptible de que los blancos estamos en este mundo (entre otras cosas) para llevar el progreso y el bienestar a los pobres infelices de color que no tienen la suerte de ser como nosotros. Así de sencillo. Algo tan evidente que no hacía falta ni siquiera pensarlo.
Con este antecedente se comprenderá que me haya sido inevitable recordar a Tintín en el Congo cuando se desató el escándalo de WE Charity.
Más que una historieta, la Historia
Las Aventuras de Tintín son un excelente ejemplo de las ideas básicas que sustentaron el edificio colonial durante varios siglos y permearon las creencias de todas las clases sociales y todas las corrientes de pensamiento europeas.
Quienes no son “nosotros”, es decir quienes no son blancos ya han quedado atrás.
Algunos de ellos, los orientales, son el remanente de antiguas culturas desgastadas por el tiempo y moribundas. Son los representantes de un pasado que pudo haber tenido alguna gloria pero llevan dentro de sí todos los estigmas de la decadencia. Molicie, dejadez, sensualidad mórbida y deslealtad. Orientalism, el clásico de Edward W. Said fue el inicador de los análisis modernos acerca de la mirada colonial.
Otros, los que la geografía mantuvo siempre aparte, en lo que hoy llamaríamos el “sur global”, son la representación viva del atraso.
Gentes que pueden tener buen corazón (en esto se diferencian de los orientales) pero más por ingenuidad e ignorancia que por una humanidad reconocible. Son crédulos y caen con facilidad en la idolatría, son torpes, incapaces y perezosos como niños o como monos. Y como niños o monos deben ser tratados, es decir con benevolencia cuando se sujetan a nuestro servicio y nos dan de buenas maneras lo que les exigimos, y con rigor cuando demoran en entender cuál es el lugar en el que Dios los ha puesto.
Todos esos elementos presentes en una historieta para niños forman parte de lo que ha sido la Historia de la dominación europea. La civilización necesita lo que esas pobres gentes tienen pero no saben usar (básicamente espacio y recursos naturales, es decir riqueza) y a cambio les dará lo que jamás podrían conseguir por si mismos: educación, democracia y bienes de consumo en los que nunca hubieran podido soñar.
White benevolence y cooperación para el desarrollo
Podemos pensar que esa forma de ver el mundo con la que tantos de nosotros nos autogratificamos en una niñez invadida de racismo y preconceptos es algo propio del pasado, y que tras los procesos de descolonización de los años ’50 y ’60 del Siglo XX esa mirada ha quedado totalmente desacreditada. Sin embargo, cuando vemos el tipo de actividad que algunas organizaciones como WE Charity desarrollan en los países del sur global, los paralelismos entre el enfoque y la metodología que utilizan y lo que se podría llamar «el paradigma Tintín», saltan a la vista.
No se trata en este caso de lo referido al escándalo suscitado por los intercambios de favores entre la organización y los máximos niveles del gobierno.
Ese es un tema que tendrá consecuencias políticas que iremos viendo con el tiempo y que seguramente implicarán un aprendizaje que no deberemos olvidar.
Pero este es un excelente momento para poner en cuestión una de las creencias más sólidamente afirmadas en el imaginario social canadiense: la idea de que somos increíblemente buenos, y que el mundo pobre y amarronado nos debería agradecer todo lo que, desinteresadamente y con nuestro maravilloso sistema de voluntariado y turismo de caridad, hacemos por su bien.
Como dicen Allison Daniel y Erica Di Ruggiero, de la Universidad de Toronto en nota que publicaremos la semana próxima:
«The political uproar surrounding WE Charity’s $912-million youth volunteer contract with the federal government has obscured a more fundamental question about WE: do its international development efforts help the communities in which it works?
From our perspective as global health specialists, WE’s development model has some clear weaknesses that could be reflected in high costs and limited impact. At the same time, its voluntourism business, one of the cornerstones of its work, conflicts with a push by those in the field of international development to decolonize global health and international development.»
Seguiremos abordando este tema en próximas notas.